De kaibiles y otras fuerzas especiales
Los niveles de complejidad, fuerza corruptora e internacionalización del narcotráfico parecen no tener límites. Programas van y gobiernos vienen, declaraciones y acuerdos multilaterales son firmados y actualizados y el balance es por demás decepcionante. Negocios florecientes en todo el mundo, generadores de tan inexplicables como cuantiosas fortunas, tienen su origen en la intensa actividad ilícita que rodea a esta modalidad de crimen organizado, que sin duda se ha impuesto como la más redituable y extendida en este inicio de siglo XXI.
Al trasiego de estupefacientes y sus precursores, se suman el tráfico de personas, la falsificación de documentos, lavado de dinero, compra-venta ilegal de armamento, aparatos de espionaje y, desde luego, la interminable violencia ejercida entre las bandas rivales por el control de rutas y comercialización o zonas de alto consumo y, por tanto, de ganancias. Lo mismo en Europa que en Asia, Estados Unidos o Latinoamérica, los beneficios materiales y la velocidad con la que se acumulan intereses han hecho hasta el momento que no hay, previsiblemente, opciones para encontrar una solución de fondo que aminore, al menos, las graves consecuencias del narcotráfico.
La comparecencia del secretario de la Defensa Nacional, Gerardo Clemente Vega García, en el Senado de la República (La Jornada, 28/9/05), puso en evidencia la gravedad de la situación en la materia, en particular por lo que hace a la colindancia entre México y Guatemala y los iniciales contactos entre desertores de las fuerzas armadas de ambos países. Antiguos integrantes de los kaibiles y el grupo conocido como Los Zetas, al establecer relaciones directas para asociarse en la transportación y comercialización de drogas en zonas de difícil acceso, en el cual los mismos kaibiles están adiestrados para la contrainsurgencia, nos indica que los riesgos corruptores sobre los integrantes de ambos ejércitos es algo que debiera preocupar, y mucho, a los respectivos gobiernos. Tanto por sus implicaciones directas a la disciplina -valor fundamental- como por la afectación que a la imagen positiva que la sociedad tiene de sus fuerzas armadas, al menos en el caso de México. Por eso, los diseñadores de las políticas públicas debieran considerar programas especiales que salvaguarden las misiones para las que se encuentra estructurado un ejército no agresor. Y si no, allí está la decorosa y simbólica presencia en Nueva Orleáns.
La trágica estela dejada por las fuerzas armadas convertidas en gobiernos dictatoriales en la historia reciente de Latinoa-mérica ha sido, sin duda, el principal obstáculo para la reinserción de éstas en sus respectivos sistemas políticos. Pero al mismo tiempo la representación y simbolismo de contar con fuerzas armadas como valuarte nacionalista implica un obstáculo que las tendencias manejadas a conveniencia de la globalización deben hacer frente, y qué mejor que fomentar, difundir o propiciar el desprestigio de esas fuerzas armadas, y dada su inoperancia e incapacidad les hace por tanto innecesarias en tanto la fuerza militar de Estados Unidos puede resguardar la integridad continental y, en consecuencia, la paz social.
El impacto mediático de las consideraciones del general Vega García tienen una explicación principal: reconocer que en tanto no se haga un esfuerzo coordinado tanto nacional como internacional, los resultados para abatir el ilícito del narcotráfico y sus secuelas en la patología social, los resultados seguirán la ruta del pesimismo. Desde la Iglesia católica hasta los medios de comunicación, y en sí los actores de interés social, comparten en alguna medida la situación que se observa, mientras el gobierno mexicano persiste en la falta de coordinación. Así no se puede.