San Francisco de los Tatuajes
Un notable cambio en los usos y prácticas del poblador urbano a finales del siglo XX llevó a la generalización del tatuaje como parte integral de los cuerpos en algunas de sus partes, las más insospechadas y sugerentes con sospechosa frecuencia. También, claro, en los miembros visibles, mas lo revolucionario son aquellas ilustraciones que incitan a mostrar zonas anatómicas que fueron secretas. Caminos de promesa erótica y no sólo instantes de vida detenidos como una foto en carne viva, en nombre de la persona amada o del alter ego del vapuleado ego portador.
Pronto se abrió todo un museo de grabados, aguafuertes y posibilida- des. Se multiplicaron los divanes y talleres especializados. Dragones, duendes, estrellas, y también dagas, bombas, gotas de sangre, rostros monstruosos, calaveras, insignias funestas, números góticos que dan pavor. Un repertorio que cubrió las clases sociales, las razas, las religiones y otras "diferencias" habituales de la costra humana. En el extremo tenemos los pandilleros de las maras (salvatruchas o transplantadas) que se visten el pellejo con huellas brutales que recuerdan al guerrero maori y garantizan que el fiambre será reconocible cuando la carrera acabe.
Souvenir de viajes y estancias. El hombre ilustrado de Ray Bradbury vuelto posibilidad común, ya no sólo para exconvictos y traileros, en tiempos en que "arte" e "intervención de la naturaleza" se quieren gemelos.
Más que una ciudad, San Francisco es un "área" de ciudades, barrios, pueblos, granjas y costas que huyen de la bahía al norte del Golden Gate. Un fenómeno posjipi de kunderiana levedad y radicales anarquismo, femininismo, lesbianismo, naturismo y budismo, en un lugar donde lo gay y lo queer son mainstream pues participan del poder local y gozan de excepcional prestigio social. En San Francisco, donde no hay republicanos ni cristianos renacidos, tatuarse es una tentación que ningún residente resiste y tarde o temprano cualquiera se imprime mandalas en el declive dorsal hacia las nalgas, siluetas rupestres, medallas discretas, ambiciosas puestas en escena a nivel bíceps.
El escritor mexicano Juvenal Acosta ambienta con gran fortuna sus recientes novelas en este San Francisco, y las pasea por ciertas antípodas urbanas como Nueva Orleáns, Nueva York, Buenos Aires y la ciudad de México. El cazador de tatuajes (2004, edición definitiva) y Terciopelo violento (2003), ambas publicadas por Joaquín Mortiz, siguen las andanzas de Julián Cáceres, el seductor feo que explora mujeres y perversiones con fiel imaginación literaria. Pertenecen a esa narrativa descarada que popularizó Henry Miller con sus Trópicos, cuya egoísta culpabilidad denunciaría de inmediato George Orwell (En el vientre de la ballena, 1940).
Inscrito en la tradición milleriana, Acosta pone a San Francisco en nuestro mapa novelístico. Muy adecuadamente, el protagonista es conocedor de la obra de Juan García Ponce, cosa que le viene muy bien.
El cazador de tatuajes abre con una prosa declarativa: "El tatuaje no es un signo impreso sobre la piel sino sobre la idea que uno tiene de sí mismo. Signo hecho de deseo, el tatuaje es una cicatriz producto del deseo".
En San Francisco el tatuaje es el paisaje. Hombres y mujeres de todas edades y tamaños llevan varios, breves o invasivos, por lo alto o por lo bajo. Casi todo el que vive un tiempo en la bahía termina marcado. Buen lugar resulta entonces para un topógrafo sexual como Cáceres.
Cabe citar en constraste La chica del tatuaje (2003), que la prestigiosa narradora Joyce Carol Oates dedica a Phillip Roth (para justificar tal vez sus "chistes de judíos"), donde la carne impresa representa una mancha del pasado, una fealdad, un error incomprensible. Irónica y todo, la señora Oates carece de la levedad sanfranciscana que anima las novelas de Acosta, quien en Terciopelo violento se dice condenado a "un texto carnal revelatorio pero prohibido".
El novelista describe San Francisco como "muchas ciudades dentro de una ciudad pequeña. Un espacio de fronteras sutiles y variadas: raciales, sexuales, de clase y sicológicas. Cada una de ellas trinchera para resistir la cultura predominante de un país de identidad indecisa que siempre sintió una suerte de fascinación por la rebeldía de la ciudad californiana que quiso algo diferente; tal vez porque su mito de oro atrajo primero aventureros y prostitutas, y después ovejas negras, radicales, poetas, artistas e inmigrantes".
La fantasía suicida, la entrega ciega a la lujuria, y la desesperada búsqueda del otro en una servidumbre sexual que sólo la libertad hace posible, rastrean la escena gótica y se rinden a calenturas taurinas propias de Almodóvar.
Julián Cáceres dice: "He besado tatuajes en senos, en el cuello, en el pubis, en la espalda, en las nalgas, en los muslos, alrededor del ombligo, en los brazos, en las muñecas, en la frente; tatuajes de luz y sombra en el tercer tercio de la mirada". El seductor contemporáneo es un cazador de tatuajes, sentencia. Dicho a la inversa, rastrea mujeres que se tatuaron para seducir y ser obtenidas. Trampa y espejo. Esa es la naturaleza del juego que juega.