Naufragios
A demás de los atentados dinamiteros y otras maneras programadas de la muerte, la semana anterior resultó fértil en naufragios: el del Almirante Sergiomar, en el Amazonas brasileño, y el del Ethan Allen, en el lago George, de Nueva York. Treinta y tres muertos en total, uno por cada año de la edad de Cristo.
Ninguna fue una catástrofe encantadora cargada de glamur, como el hundimiento del Titanic o el incendio del Hindenburg. La razón de la diferencia es de época, por supuesto, pero también de clase. Era más atractivo dar seguimiento a los destinos truncos de la gente selecta y bien que viajaba en aquellas naves que cubrir las vidas y las muertes anónimas de unos jubilados canadienses o de unos brasileños de quienes el único dato disponible es que querían llegar a Manaos. Y hace dos meses, en la costa pacífica de Colombia, el mar se tragó un buque pesquero y a un centenar de ecuatorianos que pretendían llegar a Estados Unidos, y de los que no se supo ni un nombre. Y unos días después, en el estrecho de Florida, ocurrió un enésimo hundimiento de esas embarcaciones que zarpan de Cuba repletas de individuos que sueñan con adentrarse, luego de navegar, por la Tierra de la Gran Promesa.
Algo dicen esos accidentes sobre el orden de prioridades en el que vivimos. El desarrollo tecnológico ha llegado a los linderos de la fusión nuclear en frío, pero mucha gente se ahoga, en este incipiente siglo XXI, en sucesos trágicos de la navegación, un arte que ya no debería guardar secretos ni malas sorpresas después de tantos milenios de imaginar y construir métodos de flotación. Mucha gente se muere por carencia de chalecos salvavidas reglamentarios en embarcaciones de los tiempos del material inteligente, la superconductividad y las universidades virtuales. Esa clase de naufragios es una alusión macabra al modelo de civilización.
La responsable de Inmigración del Grupo Socialista en la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, la luxemburguesa Lydie Err, empleó una palabra más suave para describir la violenta incursión al enclave español de Melilla -Marruecos- de centenares de migrantes africanos, ocurrida en la madrugada de ayer. El suceso, dijo, denota un "fracaso de toda Europa". Naufragio o fracaso, qué más da, lo cierto es que la configuración de la sociedad mundial contemporánea en feudos prósperos y páramos miserables hace necesario, para millones, y no por pasatiempo sino por subsistencia, practicar las actividades de alto riesgo del canotaje sin remos, la carrera de 300 mil metros o el salto de altura de alambradas de púas.
El enorme flujo -marítimo, terrestre, aéreo- de los desheredados hacia el Paraíso ha trastocado algunas normas clásicas de la estrategia y quienes sólo tienen cabeza para las soluciones de fuerza, andan vueltos locos tratando de entender una lógica en la que el invasor no es el más fuerte, sino el más débil, y en la que no busca ejercer el dominio, sino conseguir trabajo. Los defensores saben, eso sí, que una porción significativa de los atacantes morirá en el intento, no necesariamente a balazos, sino por efecto de caídas, picaduras de serpientes, deshidratación, asfixia, ahogamiento. Y, a diferencia de los infortunados muertos del Titanic o del Hindenburg, estos muertos anónimos no ingresarán al territorio glamoroso de la leyenda, sino a la fosa común de la estadística.