Usted está aquí: martes 4 de octubre de 2005 Opinión Doctor Pasavento/ I

Enrique Vila-Matas

Doctor Pasavento/ I

Ampliar la imagen Portada del nuevo libro de Vila-Matas FOTO Fondo Emmanuel Bove/ Archivos Imec Foto: Fondo Emmanuel Bove/ Archivos Imec

Presentamos, con la autorización de la editorial Anagrama y como una exclusiva para los lectores de La Jornada el arranque de Doctor Pasavento, el nuevo libro de Enrique Vila-Matas, uno de los grandes escritores de la actualidad, quien traza aquí, con pluma de bisturí digitalizada por la magia de su escritura, ''el arte de convertirse en nada" a manera de metáfora hiperirónica de nuestra contemporaneidad. El libro empieza a circular en estos días en nuestro país.

Paseábamos por la llamada alameda del fin del mundo, un melancólico sendero junto al castillo de Montaigne, cuando me preguntaron:

-¿De dónde viene tu pasión por desaparecer?

Mi acompañante deseaba saber de dónde venía esa idea de desaparecer que tanto anunciaba yo en escritos y entrevistas, pero que no acababa nunca de llevar a la práctica. La pregunta me cogió más bien desprevenido, pues andaba en ese momento distraído pensando absurdamente en un gol que había marcado Pelé en el remoto Mundial de futbol de Suecia. Así que no escuché bien del todo la pregunta y pedí que me la repitieran.

-Pues no lo sé -terminé al poco rato contestando-, ignoro de dónde viene, pero sospecho que paradójicamente toda esa pasión por desaparecer, todas esas tentativas, llamémoslas suicidas, son a su vez intentos de afirmación de mi yo.

Sonaron muy pertinentes estas palabras ensayísticas, dichas allí, nada menos que en la cuna misma del género literario del ensayo. Como se sabe, Michel de Montaigne escribió sus libros en lo alto de una torre anexa a su castillo cercano a Burdeos. Los escribió en un estudio y biblioteca que estaba en la tercera planta de la torre. Allí inventó el ensayo, ese género literario que con el tiempo iría ligado a la construcción de la subjetividad moderna, construcción en la que participaría asimismo Descartes, que también decidió encerrarse a pensar en un lugar solitario, en su caso en la bien caldeada habitación de un cuartel de invierno de Ulm. De modo que puede decirse que el sujeto moderno no surgió en contacto con el mundo, sino en aisladas habitaciones en las que los pensadores estaban solos con sus certezas e incertidumbres, solos consigo mismos.

Mientras subía por la estrecha y empinada escalera de caracol que conducía al estudio y biblioteca de Montaigne, y enlazando con la respuesta que le había dado poco antes a mi acompañante, pensé en el misterio de la desaparición de los hombres. Montaigne, sin ir más lejos, había estado allí una multitud de veces, aquélla era su casa y en lo alto de la torre había inventado el ensayo, y sin embargo no parecía que quedara ni su más remota sombra en los lugares por los que había pasado.

Miré a mi acompañante y la imaginación me hizo verle distinto de como lo había visto hasta entonces. Al mirarle con más atención, vi, o creí ver, que era Dios.

-¿De dónde viene tu pasión por desaparecer? -volvió a preguntarme.

''Fortis imaginatio generat casum", es decir, una fuerte imaginación generó el acontecimiento, que decían los clérigos en tiempos de Montaigne. Lo mismo puede decirse de mi visión de Dios en aquel preciso instante. Allá en lo alto de la torre, creí descubrir que Dios repetía al menos dos veces las preguntas. Como mínimo, algo torpe parecía. ¿Tenía ese Dios inteligencia suficiente para, por ejemplo, escribir ensayos? Le miré para volver a contestarle y entonces vi que había ya dejado de ser Dios para volver a ser la persona que me acompañaba. La visión pasajera se había desvanecido. Respire aliviado. Seguramente, no me había hecho ni la pregunta. Mi acompañante no era tan estúpido como para insistir en preguntas ya contestadas. Miré hacia las vigas del techo, donde Montaigne había grabado sentencias griegas y latinas que todavía hoy se conservan perfectamente.

-¿De dónde viene tu pasión por desaparecer? -oí que volvían a decirme.

Mi acompañante no había dicho aquello. Estaba de pie junto a una de las ventanas, como si quisiera ver exactamente lo mismo que en su tiempo veía Montaigne por aquella abertura. Estaba inmóvil. No, él no había podido ser. Además, estaba completamente ausente. Entonces, ¿quién había dicho aquello? ¿Era un eco? ¿Era una voz que procedía del interior de mí mismo? ¿Era el fantasma de la cuna del ensayo?

Unas semanas después, soñé que alguien a quien llamaban dottore Pasavento había desaparecido, en lo alto de la torre de Montaigne, cerca de Burdeos, sin dejar rastro, ni una sola huella. El dottore se parecía al escritor vasco Bernardo Atxaga, un buen amigo desde hacía muchos años. Pensé en lo mucho que los escritores aparecían en mi vida, en mis sueños, en mis textos. Aunque la gran mayoría de ellos suele ser gente engreída y cicatera, hay una extraña sección minoritaria de escritores que tienen ángel y que son mucho más fascinantes que el resto de los mortales, pues son capaces de llevarte con asombrosa facilidad a otra realidad, a un mundo con un lenguaje distinto.

¿Quién dijo que la palabra escritor olía a pipa apagada, dedos manchados de tinta y pantuflas rancias? No, señor. Casi todas las escritoras y escritores de la sección con ángel son adorables seres que fuman y piensan frente a Olympias portátiles muy antiguas, seres atormentados que parecen estar viviendo en un lugar aparte. Suelen estar angustiados y ser muy inteligentes y, de no estarlo o de no serlo, se las apañan para parecerlo. Recuerdo muy especialmente a un escritor de esa sección angélica que en una película que titulaba En un lugar aparte vivía en un hotel con una gran ventana frente a un abismo y un mar en una ciudad sin nombre. Y también recuerdo que siempre deseé ser algún día como el protagonista de aquella película y vivir en algún lugar que tuviera el mismo duende que aquel hotel frente al abismo. ¿Quién dijo que todos los grandes escritores decepcionaban si uno los conocía de cerca? No, señor. Los de la extraña sección angélica son encantadores y viven en lugares siempre muy abismales.

Imaginé de pronto que yo subía a un tren en la estación de Atocha de Madrid porque había quedado esa tarde en Sevilla con Bernanrdo Atxaga. En el quiosco de revistas de la estación me compraba dos novelas de las que se hablaba mucho en aquellos días. Una de ellas llevaba este epígrafe: ''Al final todo pierde sentido, pero la máquina de escribir sigue conmigo". Las dos novelas eran españolas y de ellas se decía que estaban cambiando la historia de la literatura. Me pareció incluso aterradora la posibilidad de que España pudiera volver a intervenir en el curso de la historia. Compré, no obstante, las dos novelas y me dispuse a viajar con ellas, camino de Sevilla, donde esa tarde me encontraría con Atxaga. No le veía desde hacía cuatro años, desde que se había encerrado a escribir en su casa de Zalduondo y casi había desaparecido como el dottore Pasavento en lo alto de la torre de Montaigne. Debíamos participar en un acto cultural en Sevilla, hablar los dos de un tema general que no recordaba en aquel momento. Por encima de todo y después del largo tiempo que habíamos pasado sin vernos, tenía ganas de abrazarle, de contarle historias de los últimos cuatro años, repetir y tal vez mejorar gestos y risas de otros encuentros anteriores.

Subí al tren con aquellos dos libros y me pregunté si me sentaría bien confirmar que, en efecto, no se equivocaban quienes decían que las dos novelas acababan de revolucionar la historia de la literatura. Una se llamaba Fantasía poética, y la otra Erraba por París un coche fúnebre. El título de la primera, aunque de dudoso gusto, me hizo pensar inmediatamente en el escritor Robert Walser, que en cierta ocasión calificó de ''fantasía poética" su novela Jakob von Gunten, uno de mis libros preferidos. En Walser pensaba yo a menudo. Me gustaba la ironía secreta de su estilo y su premonitoria intuición de que la estupidez iba a avanzar ya imparable en el mundo occidental. Me intrigaba la gran originalidad de sus relaciones con el mundo de la conciencia. Y siempre había encontrado infelices pero muy bellos sus melancólicos paseos alrededor del manicomio de Herisau, donde, remedando el destino de Hölderlin, estuvo internado durante veintitrés años, hasta el final de sus días. Desde que entrara en el manicomio de Herisau hasta que murió, no había escrito una sola línea, se había apartado radicalmente de la literatura. Murió en la nieve, un día de Navidad, mientras caminaba por los alrededores de aquel sanatorio mental. Se ha dicho de él que es el poeta más secreto de todos, y seguramente esto se aproxima a la verdad, pues para Walser todo se convertía por entero en el exterior de la naturaleza y lo que le era propio, más íntimo, lo estuvo negando a lo largo de toda su vida. Negaba lo esencial, lo más hondo: su angustia. Tal como él mismo decía en su novela Jakob von Gunten, disimulaba su desasosiego ''en lo más profundo de las tinieblas ínfimas e insignificantes".

En Walser, el discreto príncipe de la sección angélica de los escritores, pensaba yo a menudo. Y hacía ya años que era mi héroe moral. Admiraba de él la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza. Admiraba su extraña decisión de querer ser como todo el mundo cuando en realidad no podía ser igual a nadie, porque no deseaba ser nadie, y eso era algo que sin duda le dificultaba aún más querer ser como todo el mundo. Admiraba y envidiaba esa caligrafía suya que, en el último periodo de su actividad literaria (cuando se volcó en esos textos de letra minúscula conocidos como microgramas), se había ido haciendo cada vez más pequeña y le había llevado a sustituir el trazo de la pluma por el del lápiz, porque sentía que éste se encontraba ''más cerca de la desaparición, del eclipse". Admiraba y envidiaba su lento pero firme deslizamiento hacia el silencio. El escritor mexicano Christopher Domínguez Michael había llegado a decir que en mis libros la aparición rutinaria de Robert Walser era tan necesaria como la de Sandokán en el ciclo salgariano.

Al tomar asiento en el tren, volví a decirme que si realmente aquellas dos novelas españolas eran tan buenas, difícilmente iba yo a poder soportarlo. Sería mejor que no pasara de la lectura de los títulos. Miré largo rato las portadas y decidí que, para ocupar mi tiempo durante el viaje, iría escribiendo mentalmente las dos novelas. Sobre todo la que me traía el recuerdo de mis lecturas de Walser. Con la otra trataría de hacer un esfuerzo hasta conseguir que el bello y tenebroso título acabara por tener algún sentido. De este modo, cuando me encontrara con Atxaga en Sevilla, si por casualidad él deseaba saber de qué trataban las dos exitosas novelas de España, siempre tendría algo que contarle, sobre todo acerca de la primera, la que yo relacionaba con Walser y que me parecía que me resultaría más fácil de inventar.

Lo más curioso de todo fue que, unas semanas después de haber imaginado este viaje a Sevilla, me invitaron realmente a esa ciudad para que dialogara con Bernardo Atxaga en torno a las relaciones entre realidad y ficción. Una casualidad bien grande. No puede ser, pensé en un primer momento. No, no puede ser. Pero sí que podía ser, claro. No era la primera vez que aparecía la ficción en mi vida y, sin casi mediar palabra, pretendía configurar la realidad.

La voz del hombre que me habló por teléfono y me invitó a Sevilla tenía un timbre muy metálico. En un momento determinado de la conversación, la voz se extravió algo cuando dijo: ''En definitiva, queremos que usted y el señor Atxaga nos hablen de cómo la realidad baila con la ficción en la frontera". Durante unos segundos, permanecí callado, irritado. ¡La realidad bailando con la ficción en la frontera! ¿Cuántas veces había oído decir eso? Decidí aceptar la invitación, pero dejando mi impronta personal, soltándole una rareza a quien me había invitado, sólo para que supiera quién estaba al otro lado del teléfono. ''Está bien", le dije, ''acepto la invitación. Después de todo, llevaba tiempo deseando reunirme con el dottore Pasavento". Hubo un silencio. ''Llevaré mi librea de hogareño", añadí tratando de decir algo aún más raro, y en este caso ya casi totalmente incoherente. ''No comprendo", dijo entonces el que había llamado. ''Tampoco yo entiendo eso del baile en la frontera", le contesté.

 
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