1968 en 2005
Dos de octubre. 2005. La opinión pública vuelve naturalmente, casi como un automatismo de repetición, a ese lugar de la memoria que ha sido el sinónimo del minimalismo épico que los tiempos actuales toleran y un tribunal espontáneo del pasado: 1968, la Noche de Tlatelolco. Lo nuevo en 2005 es que la selección juvenil de futbol ganó el campeonato mundial Sub-17. Un acto inverosímil en una historia que se había escrito invariablemente como una crónica de la resignación anunciada. Que el "2 de octubre, no se olvida" ha adquirido una fuerza epigramática lo consignan los comentarios televisivos: "En este día que todo era tristeza, ya tenemos algo que celebrar".
"La tristeza acaba por fatigar", escribió alguna vez Paul Celan. La historia de México está llena de estas fatigas. Los historiadores suelen dividirla en periodos complejos, imaginados como estaciones de una trayectoria que se dirige con tropiezos a un futuro que siempre resulta inalcanzable. Vistos con una lente menos empírica y más sentimental, esos "periodos" no son, en rigor, más que la distancia que separa a un trauma del otro trauma: la Independencia o la más atroz de las guerras civiles que conmovió al régimen posvirreinal de las Américas; la Reforma o el intento más severo cometido por las potencias europeas para recolonizar este lado del Atlántico; la Revolución o un conflicto fratricida interminable; 1968. Las tres primeras fechas suelen evocarse como épicas fundacionles de un pasado que se rememora como la consumación lograda, o más o menos lograda, del cuerpo de la nación. De ellas quedan el augurio de la fiesta y la celebración, a veces rallando el kitsch (los antiguos desfiles deportivos del 20 de noviembre llegaron a semejarse, hacia el final de la era del PRI, al Desfile de las Rosas que precede a un ritual juego de futbol americano en Pasadena, California).
En cambio, el espectro de 1968 retorna de manera muy distinta. Su memoria, invariablemente acusatoria, predeciblemente enjuiciatoria, representa un estado de excepción permanente, el augurio de un cisma, siempre impredecible, en el recuerdo.
En 2005, los juicios del 68 han llegado ya a su umbral de autosustentabilidad. La última versión que propuso hace unos días el fiscal encargado de investigar "los hechos" reafirma nuestra confianza en la fuerza imaginativa de las autoridades jurídicas. Según esta versión, ya la más nueva, inédita y sorpresiva, la Noche de Tlatelolco fue una trampa. ¡Pero una trampa perpetrada contra el Ejército! ¿Tres años de gastar impuestos de la ciudadanía a lo bestia para llegar a exhumar un "cuatro" a las fuerzas armadas como móvil de ese amarguísimo trago del pasado nacional?
Hoy, después de tres décadas de desarchivar memorias individuales, flashbacks de protagonistas, documentos apócrifos y no apócrifos, se puede, en efecto, llegar a la conclusión de que Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y el Estado Mayor Presidencial planearon, prepararon y perpetraron -con alevosía y ventaja, como suele decirse en los jucios por homicidio- una masacre. Murieron muchos estudiantes, vecinos y gente que pasaba. También murieron unos cuantos soldados. Por qué dispararon los hombres de Echeverría y el Estado Mayor Presidencial en contra de las tropas es todavía un enigma. ¿Una querella en los mandos superiores? ¿Un enfrentamiento entre el Ejército y el Poder Ejecutivo? Un tema sin duda abierto a los historiadores.
Pero el fiscal no es ningún historiador, ni ese es su papel. Su responsabilidad es armar un caso elocuente, fundado con solidez argumental y respaldado con pruebas legales. Así de sencillo.
Desde el comienzo de la investigación, el fiscal especial decidió orientar sus esfuerzos para acusar de genocidio a los supuestos responsables de la masacre. Un acierto histórico y un error legal, creo yo. Un acierto, porque si se sigue la trayectoria de Gustavo Díaz Ordaz entre 1958 y 1970, y de Luis Echeverría entre 1964 y 1974, el panorama es sombrío: ambos encabezaron un régimen secuestrado, a lo largo de 18 años, por la obesesión de borrar o barrer físicamente a las fuerzas de oposición al orden autoritario. Todo juicio versa sobre un crimen específico. El de Echeverría no sólo fue el de 1968. Su currículum, junto con el de Díaz Ordaz, se extiende a lo largo de más de una década y media. Si lo que sucedió en la Plaza de Tlatelolco fue o no un genocidio puede estar a discusión desde el punto de vista legal. Pero no la suma de un ejercicio al que se le ha llamado correctamente la guerra sucia.
Otro asunto es la acusación legal. El fiscal especial disponía de una ley redactada explícitamente por la Suprema Corte de Justicia para estos casos: la ley sobre desapariciones forzadas. Bastaba en realidad con encontrar un solo caso de alguien desaparecido bajo responsabilidad de Echeverría para fundamentar la acusación. Al Capone ingresó a prisión no por sus habilidades como gángster, sino por los errores de su contador. ¿Por qué insistir en la acusación de genocidio? Porque es una manera de exponer la historia y el historial de Luis Echeverría al público, lo cual ha sido, es preciso reconocerlo, el fundamento del juicio (sin juzgado) ya emitido por la sociedad mexicana sobre ese régimen. Y también ha sido la forma legal de evitar que el ex presidente llegue a las manos de la Corte, por la debilidad legal de la acusación. En fin, ¿un quid pro quo de la memoria política? Finalmente, los perdedores han sido no sólo Echeverría y Díaz Ordaz, sino, sobre todo, el pasado que representan.