Batalla en el cielo
A los enigmas que presenta Batalla en el cielo, segundo largometraje de Carlos Reygadas (Japón, 2002), habrá que añadir uno más, relacionado esta vez con su salida comercial, y que es realmente incomprensible. ¿Por qué presentar al público mexicano escenas escamoteadas, burdamente difuminadas, de las escenas sexuales que alguna conmoción causaron en Cannes? Se trata justamente del prólogo y el epílogo de la cinta, dos imágenes de gran intensidad plástica, y que en México se vuelven ahora un emblema inaudito de autocensura artística y un triste ajuste fáustico de última hora en pos de una mayor aceptación pública. Enigma.
¿Tiene Batalla en el cielo dos públicos, el de Cannes o Río de Janeiro, y el de Cinemex Iztapalapa y Cinépolis Azcapotzalco ("90 por ciento mestizo", al que habrá que proteger de felaciones en pantalla, cuando puede ver tantas otras cintas internacionales más gráficas y sin difuminados absurdos)? La decisión de presentar así la película es muy arriesgada, pues tanto el alto número de copias propuesto como el gran público presentido bien pueden resultar un cálculo fallido.
Reygadas es indiscutiblemente un autor notable que no requiere de estas componendas con distribuidoras tasajeadoras de oficio. Su cine tiene ya un público cautivo, y es un público cinéfilo, como se vio con Japón y como se verá de nuevo con esta propuesta reciente. Este público fiel merece respeto. Japón fue ejemplar en su modo de transgedir los tabúes sexuales presentando, sin concesiones ni autocensura, una escena erótica entre un hombre de 40 años y una mujer anciana. En Batalla en el cielo el efecto es similar en la disparidad de un chofer poco agraciado y parco en la cama con una joven muy bella, de clase acomodada, la hija de su patrón.
En contraste plástico, es estupenda la propuesta de Reygadas de acoplar en primer plano las carnes poco estéticas (según criterios dominantes siempre discutibles) del chofer Marcos y su esposa. A punto de naufragar en una serie de clichés visuales sobre las ceremonias del Ejército mexicano, las procesiones a la Basílica de Guadalupe ("puros borregos", comenta Marcos), las multitudes en el Metro o los diversos iconos de la cultura popular, bordeando a Reichenbach, Ripstein, o Jodorowsky, el joven realizador levanta, por fortuna, el tono al sumir todo este paisaje urbano en una atmósfera enrarecida, perturbadoramente poética, que es sin duda la marca de un estilo muy personal, incomparable. ¿Qué otro cineasta mexicano es capaz de crear con una vigorosa pista musical todo un clima de épica urbana, contrastando las emociones de un secuestrador arrepentido, la perplejidad de su esposa, la indolencia sexual de la joven Ana, con una ciudad desmesurada, que ahoga y casi nulifica sus predicamentos más íntimos? Después de Japón, el relato de un hombre que busca en la sierra de Hidalgo poner fin a su existencia, sólo para ser redimido por la generosidad sexual de una carne marchita, Reygadas retoma en Batalla en el cielo la tristeza de otro hombre desvalido, subyugado esta vez por el encanto de una piel inmaculada y joven, que se ofrece a él y a todos los hombres sin perder jamás su frescura encaminada al sacrificio, pero oficiante a su vez de una redención inútil, la de Marcos, el chofer desventurado. La narración procede por fragmentos inacabados y sugiere pistas que jamás resuelve. ¿Qué es del secuestro de un niño, qué del oficio mata-hastíos de la joven Ana? Y la violencia criminal gratuita, a un paso del gran guiñol, ¿no es acaso resumen del absurdo de vivir en la ciudad elegida de México, caótica y desmedida, tan inasible como la narrativa que propone el cineasta?
Es claro que el cine de Reygadas no se parece a ningún otro, y esto le vale suspicacias burocráticas, obstáculos que vence con desenfado principesco; también le ha valido un público atento y exigente, forzosamente minoritario, el cual sigue su trayectoria con entusiasmo. Es el público también de Rubén Gámez (La fórmula secreta, Tequila) y de otros varios cineastas mexicanos, solitarios e independientes, que a su talento artístico siempre supieron añadir el recelo crítico ante los cálculos (a menudo desastrosos) de la mercadotecnia fílmica.