La república de la maquila
Los datos duros de la economía y la existencia social caen como en cascada y no traen buenas noticias. Nos advierten de panoramas que van del gris al negro sin que se pueda vislumbrar un puente para un porvenir mejor. La industria no crece, salvo en el caso de la maquila que ahora acapara la nueva inversión extranjera, pero se mantiene tan distante de la estructura productiva doméstica como en sus lejanos orígenes. A consecuencia, el empleo apenas se mueve y cuando lo hace se instala en los trabajos temporales y en la informalidad que todo lo inunda.
Quizás no haya que ocuparse de esto ahora, teniendo enfrente la tragicomedia priísta del momento o la tormenta que habrá desatado ya en los estados afectados por el agua y el viento la lamentable declaración del presidente Vicente Fox en Salamanca.
En la casa de Unamuno y Fray Luis de León, el mandatario mexicano confundió todos los términos de la ecuación del salvamento y la reconstrucción, puso en la picota a los gobernadores afectados por no contar con fondos de contingencia y volvió a inventar cifras sobre la ayuda "de Hacienda y el Fonden", con lo que vuelve a confundir las partidas del presupuesto con su responsabilidad como jefe de Estado y de gobierno.
La solidaridad renuente de que hizo gala la secretaría donde despacha el presidente económico se vuelve ahora mezquindad presidencial, confusa pero no por ello menos transparente: que cada quien se las arregle como pueda o se lo conceda el Banco Nacional de Obras y Servicios (Banobras), casa editorial sustituta del audaz poeta Luis Pazos, mentor de más de uno.
Por su parte, Enrique Iglesias, flamante secretario general iberoamericano, pasó revista al estado actual del "extremo occidente" sólo para toparse de nuevo con la paradoja extrema que ha definido la historia de la región desde su incorporación a la globalización bajo la guía del Consenso de Washington: crecimiento oscilante y lento, sujeto a los vaivenes del exterior y sin capacidad doméstica para modularlos; desigualdad aguda y agresiva, ahora concentrada, junto con la pobreza masiva, en las ciudades donde se dirime la democracia; desplazamiento de la actividad productiva nacional por las importaciones de todo tipo; inversión foránea volcada a la compra de activos y renuente a una efectiva y creativa transferencia de tecnología. En fin, la dictadura de una senda que fue aceptada con entusiasmo y simpatía, pero sin tomar las medidas necesarias para volverla beneficiosa para las sociedades que la adoptaban sin chistar.
Con las variantes del caso, lo que parece haberse impuesto en la Gran Transformación latinoamericana ha sido pura adopción y nada o muy poca adaptación e innovación. Y por encima de todo, unas elites para quienes eso de la equidad que propone la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) es algo extraño, cuando no repulsivo y majadero.
En el extremo de estos extremos vuelven a aparecer los excluidos, pero con una diferencia: ahora abandonan los campos que se vuelven páramos; optan por la migración hacia las urbes y se tornan plebes amenazantes de toda idea de política "normal" basada en el privilegio o la aplicación del orden a rajatabla y, sobre todo, como lo vive Venezuela desde finales del siglo pasado, no parecen dispuestos a quedar al margen de la política moderna, eligen y apoyan a sus candidatos y parecen decididos a soportar sus excesos y abusos por largo tiempo si a cambio tienen algún acceso a los bienes básicos y sus dirigentes mantienen a raya a los beneficiados de siempre por la falta de equidad característica del subsuelo histórico heredado de la Colonia.
Los analistas políticos, que gustan hacer coro a los políticos que se sienten clase y a su vez copian las modas de los politólogos, nos advierten a diario del abismo cercano de la ingobernabilidad y el descontento plebeyo hacia la democracia. Pero lo que registra el desconcierto del que se hizo eco Iglesias es una ingobernabilidad que se despliega de-sigualmente por el espacio político y social abierto por el cambio económico y la democratización del fin del siglo.
Bien observada, esta ingobernabilidad afecta en primer lugar a esta mal llamada clase política que, como ocurre entre nosotros, toma eso de ser una clase como patente de corso para aislarse del resto del cuerpo social, enriquecerse sin pudor, disputar el poder sin recato ni respeto a leyes y principios, y estar siempre lista para llamar en su auxilio a las fuerzas del orden que queden y quieran seguir sus pasos.
Sin un correctivo pronto, esta especie de "clase celeste" va a cerrar todo camino de entendimiento racional que trate de ver más allá de las narices instrumentales de una tecnocracia que por lo visto y leído en estos días (Ortiz vs Gil a tres caídas en el Senado de la República) ha sido ya inoculada por el delirio de los contendientes sin reglas ni cuerdas en que se han convertido los políticos del poder. De aquí la necesidad de convocar y exigir desde la socie- dad acuerdos mínimos que comprometan en público a los aspirantes y sus partidos, y le den a la política un principio de racionalidad histórica al que los demócratas apresurados de este tiempo han renunciado, so pretexto de ser modernos y no estorbar la otra racionalidad que nos prometía la apertura.
Nada de esto tiene que ver con una mitificación de la sociedad civil. Responde, eso sí, a la sensación de emergencia y vacío que han creado los buscadores de poder y que nos heredaron los que al final del ciclo revolucionario dilapidaron lo que quedaba de aquel Estado.
En lo industrial, México es ya una gran plataforma maquiladora que para exportar importa (casi) todo. Evitar que la República se convierta en eso, en una elemental caja de resonancia de las modas del exterior y los regaños imperiales, se volvió programa máximo, si es que el desplome del Partido Revolucionario Institucional deja algo en pie.