Usted está aquí: domingo 16 de octubre de 2005 Opinión Noche de brujas

Vilma Fuentes

Noche de brujas

Desde luego, soy una "condicional" de Harry Potter. Sé de memoria los cinco primeros volúmenes y he sabido esperar con paciencia e imaginación el sexto, ése que al fin aparece traducido al francés y fue puesto en venta a medianoche, hora de misterios y brujas, de sábado a domingo.

Medianoche de gritos infantiles, para nada de terror, al contrario, de emoción, de entusiasmo, de espera satisfecha: tres, dos, uno, ¡cero! Y el sexto Potter era al fin accesible, es decir, su traducción al francés. Y qué traducción, magnífica, como si hubiese sido escrito en este idioma. Los libreros, a lo largo y ancho de Francia, Bélgica y Suiza, no se limitaron a abrir sus puertas a esas horas tardías: levantaron un teatro en vivo con magos, brujas volantes, Dumbledores, Rogues, Voldemorts, Rons, Hermiones, Harrys. Tarea inútil. Niños, adolescentes, adultos, todos los apasionados de Potter no veíamos sino el placer de la lectura anunciado por nuestras imaginaciones.

Bajo la lluvia, tiritando, los niños abrían su preciada adquisición, el volumen de 700 páginas de las nuevas aventuras de Harry Potter, en medio del bulevar Raspail, frente a la principal librería Gallimard dirigida por el fino conocedor de literatura que es Paul Derieux, sin hacer caso de las órdenes paternales de cerrar el libro, el sueño perdido en otro sueño.

En cuanto pude, en el primer café que encontramos para refugiarnos de la lluvia, abrí este sexto volumen. Con temor a una decepción, lentamente, retardando la sorpresa, leí los primeros párrafos. Por vez primera, la novela no comienza con una escena en casa de los Dursley, los tíos y el primo de Harry. La acción se inicia en la residencia del primer ministro, en un verano extrañamente brumoso, con una neblina densa, turbia, envolvente. Pero el tono a la Dickens está presente a cada línea, con ese humor inglés que aligera la misma niebla con el filo de la ironía. El pobre ministro inglés se ve obligado a sufrir una visita del representante del Ministerio de la Magia. Sí, las cosas son graves, varios prisioneros se han escapado de la prisión de Askaban para reunirse con su amo, el temible Voldemort, brujo al que no se puede matar, pues está muerto vivo, pero mata, el cual sueña con dominar el mundo, deseo al que se opone la vida de Potter... y la de Dumbledore, el director de la escuela de Poudlard, el más poderoso de los brujos.

Imposible cerrar el libro, el suspenso perdura página tras página. El temor de una desilusión desaparece por completo. Sería pretencioso y mezquino negar el auténtico talento de la autora, J. K. Rowling, quien ha sabido mantener la atención de sus millones de lectores durante 3 mil páginas. Sin recurrir a trucos de fabricación, robando aquí y allá creencias y leyendas truculentas (a la manera, por ejemplo, de El código da Vinci) que se entremezclan con ideologías a la moda, sin ardides de fabricación, con una mitología propia, una corte de animales mágicos y la aparición de personajes inusitados, cada uno de ellos con una personalidad particular, distinguible de la de otros, las aventuras de Harry Potter han devuelto el gusto de la lectura a niños, adolescentes... y adultos.

Si este prodigio no fuera suficiente para decir que Rowling es una verdadera maga, habría que oír los comentarios de los jóvenes lectores. Sin duda, el más significativo de ellos es el que he escuchado decir a Pablo (nueve años entonces) y a sus compañeros de clase: prefieren definitivamente los libros de Potter a las películas, las imágenes imaginadas por ellos mientras leen a las imágenes fijas y prefabricadas de un filme. La imagen mata lo imaginario. Impone las figuras preconcebidas, sin dejar a la fantasía ninguna libertad para soñar gigantes, centauros, transplanaciones, escobas volantes modernas, brujos, magos, monstruos que chupan la esperanza y cualquier buen recuerdo de la cabeza de un ser, búhos que llevan y traen las cartas... Ninguna imagen fílmica puede competir con el poder mágico de lo que se lee. Y ése es el descubrimiento que han hecho los niños al leer las aventuras de Harry Potter: La escritura, al contrario de la imagen, despierta la imaginación y anima lo imaginario.

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