Usted está aquí: martes 18 de octubre de 2005 Política La hora de los partidos

José Murat

La hora de los partidos

A la luz de los últimos acontecimientos en el país, que han enrarecido la ya de por sí viciada atmósfera política -escándalo tras escándalo en una transición frustrada-, tienen razón quienes afirman que ha llegado la hora de los partidos políticos: sanean sus heridas, enderezan sus innumerables entuertos, dignifican sus prácticas internas o abren paso a los poderes oscuros de facto, especialmente las mafias del dinero de clara o dudosa procedencia.

Me refiero sobre todo a las dos mayores expresiones políticas, sin que las demás estén a salvo. En el PAN, cuyo orgullo fue siempre ser una oposición leal y honorable, sin menoscabo de una ideología conservadora crecientemente en desuso, han aflorado como nunca las más recalcitrantes y acabadas prácticas antidemocráticas, todo con el afán de imponerse no a otros partidos, sino a los propios adversarios internos, en una contienda que se suponía fraternal y civilizada como en los viejos tiempos.

Pero está más que demostrado que -en muchos casos no es regla- el ejercicio del poder corrompe o al menos decolora los valores éticos. La competencia por la candidatura presidencial entre Santiago Creel, Felipe Calderón y Alberto Cárdenas resultó no el libre, informado y equitativo cotejo de fuerzas que reza la propaganda oficial, sino el clímax del acarreo, el cochupo, la compra de votos y el relleno de urnas.

El reparto de tortas y despensas de los equipos de campaña y no el gris debate entre precandidatos ha sido el instrumento principal para disputarse los votos de una militancia desencantada, que apenas ha concurrido en 30 por ciento a dos citas con las urnas que han sentido ajenas u ociosas.

La fuerza de la línea en Yucatán le dio prácticamente todos los votos a Calderón, en una atípica y abultada votación en la que se concentró más de 80 por ciento de la ventaja frente a Creel en la segunda ronda regional. En tanto, el municipio de Tantoyuca, Veracruz, fue todo para el llamado candidato oficial, al calor del apoyo abierto y descarnado de la autoridad local.

De esta manera, el ex secretario de Gobernación impugnó todas las casillas del estado penínsular, aduciendo irregularidades graves, mientras el ex secretario de Energía pidió la anulación de nueve casillas del heterodoxo municipio veracruzano, tan rentable para su adversario.

Alberto Cárdenas por su parte interpuso ante la Comisión de Orden de su partido una denuncia contra tres funcionarios del gobierno de Jalisco por su abierto proselitismo, traducido en faltas graves en favor de Calderón.

No revisar estrategias electorales, en sana autocrítica, ni procurar la unidad en la diversidad, sino limpiar la elección, se ha convertido en la mayor fuente de preocupación y reclamo recíproco de los dos precandidatos más fuertes, una vez que ambos han acreditado graves irregularidades de uno y otro.

Este es el PAN de la modernidad, lo que queda del partido de Manuel Gómez Morín, uno de los caudillos culturales de la posrevolución mexicana, desde el flanco de la derecha.

Pero en el PRI las cosas no están mejor. Ahí también cúpulas y cuadros viven su propia encrucijada. La contienda interna ha iniciado con las mejores intenciones democráticas, aceptadas no sin reservas las reglas del juego, pero los dolores del parto amenazan con ser mayores, mucho más que en el proceso precedente de 1999.

Ataques sistemáticos contra un candidato de parte de una fuente bien identificada, que desafía día tras día los reclamos vehementes y documentados de expulsión inmediata, y filtraciones de oficinas gubernamentales que, sin la fuerza de la cosa juzgada, cuestionan la honorabilidad de otro aspirante, alimentan un escenario de desconcierto que pareciera buscar deliberadamente hacer naufragar el proceso interno y llevarlo a tierra de nadie.

Nadie tiene derecho a boicotear la libre manifestación de las ideas y el proselitismo político de un precandidato y menos cuando se admite públicamente que ése es el objeto central de la contracampaña. No construir; destruir. Como tampoco se vale propinar golpes desde la impunidad del anonimato. El indispensable esclarecimiento de los hechos, para bien de todos, debe anteponerse a las conclusiones sumarias.

Nadie puede negar que esta guerra de desprestigio mina las posibilidades, ciertas y amplias, del PRI de recuperar la Presidencia de la República. Sin que se exculpe a nadie en lo particular, el golpe es al tronco del árbol no a las ramas.

Este partido que viene de ganar prácticamente todas las elecciones estatales en disputa este año es, finalmente, el blanco de los dardos envenenados que en nada fortalecen su vida democrática y en general demeritan el sistema de partidos.

En el balance de ambas crisis de credibilidad en el PAN y PRI, el andamiaje institucional, el menú de opciones políticas y reglas de convivencia es el que cruje. No sólo las candidaturas bajo embate y las formas vilipendiadas, sino el sistema de renovación de los poderes constituidos.

Por eso urge sanear el ambiente de confrontación, sospecha y encono. Las militancias y la nación merecen partidos fuertes y competitivos. Merecen alternativas claras de participación política. Si dejamos que vuelvan las peores prácticas del pasado e inauguramos otras oprobiosas, de inmundicia y descrédito, la democracia perderá vigor y México extraviará el rumbo.

 
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