El asalto al patrimonio cultural
De la misma manera en la que el gobierno de Vicente Fox mochó el águila y la serpiente del escudo nacional, quiso hacer de los emblemas religiosos símbolo distintivo de su gobierno y del mercado una escuela de virtud para la administración pública, y así se propone ahora avanzar en el uso mercantil del patrimonio arqueológico, artístico e histórico. El camino elegido es promover una nueva legislación.
El pasado mes de septiembre el Ejecutivo federal presentó una iniciativa de ley para fijar la forma en que el gobierno federal debe fomentar y difundir la cultura y, simultáneamente, establecer la organización legal y las atribuciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
Los promotores de la iniciativa aseguran que buscan llenar un vacío legal. Dicen, además, que no modifica ni altera las atribuciones ni de organismos como el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional de Bellas Artes y Radio Educación, ni tampoco de entidades paraestatales como el Instituto Mexicano de Cinematografía, Estudios Churubusco o Televisión Metropolitana.
Sin embargo, una lectura detallada de la iniciativa ley de fomento y difusión de la cultura muestra una situación distinta a la públicamente confesada por sus patrocinadores. La propuesta transforma las modalidades de intervención del Estado en la vida cultural. Debilita y subordina muchas de las instituciones culturales existentes, vaciándolas de autoridad y funciones. Abre la vía para la desamortización del patrimonio histórico y cultural resguardado por la legislación vigente y su usufructo por intereses privados, sobre todo la industria turística y los grandes monopolios de la comunicación. No crea instrumentos de participación social sustantivos.
El documento es un engendro jurídico. Confunde cultura con patrimonio cultural. "Explica" lamentablemente los vínculos existentes entre educación, ciencia y cultura: "son -dice- campos, aunque especializados, ligados por guardar un mismo fin que lo es el acceso al saber, por lo que son conceptos que no se distinguen, sino se complementan" (sic). Asegura circunscribir su acción al ámbito del fomento y la difusión de la cultura, pero invade funciones en el terreno de su defensa, investigación y docencia.
Además, propone que se legisle para modificar el régimen de propiedad intelectual, sin precisar a quién se quiere defender. Legitima la subvención estatal de empresas privadas. Ignora a los pueblos indígenas. Reconoce, sólo declarativamente, que México es un país multicultural. Dibuja un horizonte cultural al que aspira como producto del mestizaje entre Celebremos México y Disneylandia, ofreciendo a la industria turística y a los (grandes) medios de comunicación la patria potestad sobre la nueva criatura. Por si faltara algo, la iniciativa coloca una moderna espada de Damocles sobre las legislaciones previamente existentes que han protegido razonablemente el patrimonio cultural: en su artículo séptimo transitorio deroga "las disposiciones que se opongan a la Ley".
Tantas y tan notables barbaridades tiene el documento que uno de sus principales promotores, el dramaturgo Víctor Hugo Rascón Banda, declaró públicamente que había "tirado a la basura" la "exposición de motivos" por sus inconsistencias conceptuales y su falta de rigor.
Por supuesto, a la nueva legislación no le han faltado defensores. El reconocido investigador Néstor García Canclini se manifestó a favor de su aprobación porque es necesaria "una ley que organice mejor el conjunto de aparatos culturales que existen en México". Según él, se requiere un nuevo marco legal que permita "hacer usos creativos de los bienes históricos y del patrimonio intangible reciente, en beneficio del país, sin enajenarlos".
Tiene razón García Canclini en que este debate y una ley son necesarios, pero se equivoca al creer que la propuesta de Sari Bermúdez permite esa discusión y es la norma requerida. Todo lo contrario. La iniciativa gubernamental desbroza el camino para el asalto privado a los bienes culturales públicos, y privilegia una ambigua modificación del régimen de propiedad intelectual. Rechazarla no es un ejercicio de nostalgia con el status quo, sino un acto de defensa de lo común, de resistencia a la uniformización de las pautas de consumo cultural. Lo que el gobierno federal pretende con su iniciativa no es crear un marco legal a la altura de los nuevos tiempos, sino legalizar el despojo de los patrimonios culturales.
Señalar que este Congreso no puede aprobar una legislación favorable a los intereses populares no es, como asegura García Canclini, una muestra de "oportunismo democrático", sino de simple valoración de la correlación de fuerzas existente en el Legislativo. ¿Qué sentido tiene legislar si el resultado final es peor del que actualmente existe?
Los presidentes de las comisiones de cultura de las cámaras de Diputados y Senadores, Filemón Arcos y Tomás Vázquez Vigil, son conocidos charros sindicales. El primero, vocalista del hoy desaparecido grupo musical Los Joao, es líder del sindicato de músicos y conocido en el gremio por sus prácticas gangsteriles. El segundo, seguidor incondicional de Elba Esther Gordillo, dirigió el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación con métodos antidemocráticos y violentos. Suponer que de los intereses, los compromisos y las ambiciones de esos personajes puede salir una buena legislación para la defensa del patrimonio cultural se requiere, por decir lo menos, de mucha ingenuidad.
No, no es la hora del Congreso. La iniciativa de ley propuesta por el gobierno de Fox no es un paso hacia adelante, sino varios para atrás. Lo mejor que puede suceder a los patrimonios culturales es que se legisle en tiempos mejores.