Editorial
Michoacán, en manos del narco
El domingo pasado la delincuencia organizada descabezó la Dirección de Seguridad Pública de Lázaro Cárdenas, Michoacán, al asesinar al titular de la dependencia, Gregorio Mendoza Soto; al subdirector, Emilio Daniel Guillén Valladares, y al primer comandante, Raúl Esquivel Rodríguez. Tales homicidios ocurren a un mes exacto de la ejecución del director de la Seguridad Pública de la entidad, Rogelio Zarazúa, y constituyen el eslabón más reciente de una cadena de más de 180 asesinatos cometidos en tierras michoacanas en lo que va de este año.
De poco ha servido la advertencia formulada por el gobernador Lázaro Cárdenas Batel de que la ejecución de su jefe policial significaba "una declaración de guerra al Estado mexicano" en su conjunto, ni el señalamiento del procurador general de la República, Daniel Cabeza de Vaca, sobre la presencia en la entidad de cuatro de los siete cárteles del narcotráfico del país: los gatilleros de los capos siguen operando en total impunidad, eliminan sin ninguna dificultad a quienes representan un estorbo, así se trate de altos mandos policiales, y evidencian la total indefensión de la ciudadanía ante el embate de la delincuencia organizada y la crasa ineptitud de las autoridades para retomar el control de amplias zonas de territorio nacional, para procurar justicia y para hacer frente a la escandalosa violencia que azota al país.
Debe considerarse, en efecto, que delante de Michoacán, en el recuento de ejecutados, van Baja California y Sinaloa; que en Tamaulipas la delincuencia sigue operando a sus anchas, a pesar de las movilizaciones de fuerzas públicas del programa México Seguro, y que en Guerrero la violencia del narco se ha sumado a la tradicional estrategia represiva de las autoridades locales y a los añejos conflictos intercomunitarios.
Es injustificable e inadmisible, por otra parte, que funcionarios como los asesinados anteayer en el puerto michoacano, que habían recibido recientemente amenazas de muerte, no hayan sido objeto de precauciones y vigilancia especiales. Ello expresa la indolencia de las autoridades del nivel que sea y su incapacidad para percibir los peligros más inmediatos que plantea la criminalidad organizada, sobre todo si se tiene en cuenta el precedente cercano del homicidio de Zarazúa.
Cuando los sicarios de los cárteles se permiten descabezar a las instituciones de seguridad pública estatales y municipales sin que nadie se tome la molestia de aprehenderlos y entregarlos a las autoridades judiciales, es tiempo de pensar que la guerra del Estado contra el narcotráfico está ya perdida, a pesar de las grandes victorias que el gobierno anuncia con regularidad desde hace décadas.
La muerte, la madrugada de ayer, de Norma Angélica Ortega, reclusa en el penal femenil de Santa Martha Acatitla, dio lugar en ese centro carcelario a un motín que, sin haber pasado a mayores, da cuenta de la insensibilidad y la corrupción imperantes en las cárceles capitalinas y de todo el país.
Según la queja de las internas que, según sus propios testimonios, quemaron objetos y fueron reprimidas por elementos policiales, a Ortega, quien padecía de epilepsia, se le negó durante varias horas asistencia médica hasta que falleció. Las autoridades no desmintieron el episodio, el cual calificaron de "muerte natural", y negaron que los hechos posteriores hubiesen podido denominarse motín.
Es una vergüenza que ante la denuncia de un atropello criminal como el sufrido por la ahora difunta los responsables del penal y los de la Dirección de Reclusorios se hayan limitado a un alegato semántico. Es injustificable, además, que en vez de proporcionar a las reclusas servicios médicos y medicamentos se les envíe al Grupo Tiburón y al Agrupamiento Fuerza de Tarea para responder a esa legítima demanda con macanazos y gases lacrimógenos.
Ante el episodio resulta indispensable expresar una consideración que debiera ser obvia y evidente, pero que, por desgracia, no parece serlo para los jefes carcelarios y para una parte de la sociedad: los presos, bajo proceso o sentenciados, independientemente de sus delitos y de su grado de peligrosidad, son seres humanos, conservan sus derechos fundamentales y no se les puede tratar como si fueran cosas o animales.
Bajo ningún régimen penitenciario, por riguroso que deba ser en función de consideraciones de seguridad, puede negarse asistencia médica a un interno, como no se puede impedir que satisfaga sus necesidades fisiológicas básicas. No debe permitirse que quienes ingresan a las cárceles sean despojados de su dignidad y de su derecho esencial a la vida. De lo contrario, la sociedad y el Estado pagan su propio desdén y su propia crueldad con una degradación moral inevitable. Es exigible, por ello, que el descuido criminal cometido contra la interna Norma Angélica Ortega sea investigado, esclarecido y sancionado conforme a derecho.