Con Sartre/ contra Sartre
¿Tienen vigencia las ideas y la praxis de Jean-Paul Sartre en los tiempos que corren? La respuesta va a descerrajar la polémica en el décimo Encuentro Internacional de Escritores organizado por el Consejo para la Cultura y las Artes (Conarte) de Nuevo León.
La temática resulta entre heteróclita e irritante para la atmósfera cultural de Monterrey: Literatura, poder y civilización. Literatura y civilización, vaya y pase; pero ¿poder, política? ¿Qué tienen que andar pensando los escritores en el poder o la política? No les queda. Dedíquense a lo suyo, ¿verdad?
Desde su espacio en El Norte, el novelista Mario Anteo, en el tono propio de una dama cucufata de la colonia Del Valle, acusa a los atrevidos impulsores de esa temática y de la exhumación de Sartre de ''nostalgia rojilla"; la escritora Dulce María González, en un artículo publicado en el mismo diario (''¿Y a cuenta de qué el homenaje a Sartre?"), secunda: los responsables de ambas cosas confunden panfletos con literatura; Sartre fue un intelectual, hijo de la guerra fría, y su pensamiento es totalitario. Eduardo Subirats revela el resultado de su adivinanza en Milenio Diario: Sartre es obsoleto y si se le trajo a cuento fue sólo por razones comerciales; vaya, con el fin de atraer público (¿aprovechando su rating, en el caso de que rating sea lo opuesto de periclitado?).
El poeta Miguel Covarrubias afirma lo contrario: ''Porque como Sartre es autor de El ser y la nada y también de la Crítica de la razón dialéctica, muchos quisieron enjuiciarlo como pensador esclerotizado en cuanto pretenso de la coherencia absoluta, elaborador de una catedral de criterios presuntuosos, perfumados de Eternidad. Y claro, ese totalitarismo intelectual compitió con la vigencia milenaria del Tercer Reich. Todo pasa o se desmorona (...) Pero esa tacha no deberíamos aplicársela al escritor-filósofo, ya que él no pretendía forjar una obra atemporal, inmarcesible, imperecedera. Todo lo contrario".
En la composición de Conarte participan representantes de los gremios artísticos y literarios a quienes se elige periódicamente mediante un ejemplar proceso democrático. A esta representación se debe que Sartre fuese la figura advocaticia del encuentro en conmemoración del primer centenario de su natalicio. Y también que el filósofo Gabriel Vargas Lozano haya sido invitado para dictar una conferencia magistral sobre obra y vida del intelectual con mayor influencia en el siglo XX.
Pocos estudiosos habrían podido hacer una síntesis puntual y significativa de la obra filosófica y literaria de Sartre como hizo Vargas Lozano. Los comentarios críticos se hallaban a pocos metros, en la butaca de Hugo Hiriart, quien, en el tono displicente y mordaz que lo caracteriza, argumenta que el padre del existencialismo contemporáneo careció de ideas originales: no hizo sino adherirse a las ideas de otros y sus teorías fueron meras ocurrencias elaboradas con demasiadas palabras que no desembocaron nunca en conclusiones convincentes. Cerca estaba Fabienne Bradu para enjuiciar moralmente a Sartre: su conducta civil, mitificada tanto por él como por Simone de Beauvoir, fue un mal ejemplo que echó a perder a toda una generación -la de Fabienne, se entiende. Cuatro butacas a su derecha, Noé Jitrik tercia en la discusión: por un lado, Sartre no pidió que nadie lo siguiera; por el otro, tal parece que para sentirnos justificados requerimos de alguien para estar a su favor o en su contra.
Luis Aguilar recupera la idea del intelectual comprometido y la de la necesaria coherencia que debe asumir como razón de su quehacer profesional. En torno a la primera, Vargas Lozano ejemplifica con la lucha anticolonialista que Sartre abrazó en varios episodios; señaladamente en la insurgencia de Argelia contra Francia (nada fácil si se toma en cuenta que lo hacía en contra de su propio país) y en su incorporación al Tribunal Russell para enjuiciar a las tropas estadunidenses por sus crímenes de guerra en Vietnam. Y en cuanto a sus convicciones democráticas y libertarias, la ruptura con el Partido Comunista Francés a raíz de la represión soviética al alzamiento antitotalitario de Hungría en 1956, su crítica decidida contra la invasión de las tropas del Pacto de Varsovia a Praga para clausurar la política de apertura de Dubcek en 1968, la solidaridad con la revuelta estudiantil durante el mayo francés.
No hay intelectual que no contraiga un compromiso. Pero, para no comprometerse con ''las tareas políticamente justas" de las que hablaba Sartre, algunos echaron abajo la figura del intelectual comprometido inspirada en la práctica sartreana y tras el derrumbe muchos más se les sumaron. Inventaron el compromiso fundamental y exclusivo con las palabras para evadir los dictados de la conciencia ante un mundo injusto, cruel, perverso y destructivo. Como si las palabras fueran inocentes, meros materiales de construcción.
Los médicos, los periodistas y hasta los comerciantes se atienen -al menos dicen atenerse- a un código de ética profesional. Los escritores se han querido colocar por encima de todo marco moral. ¿No es tiempo ya de que dejen su condición de sortijas sociales, de seres olímpicos, su campana inmunológica?
Las razones para reivindicar la figura del intelectual comprometido tienen hoy más peso que hace 25 o 50 años. Si Sartre viviera, ¿dónde estaría? Sólo los malintencionados y los cínicos se atreverían a negar que, con todas sus contradicciones, estaría presente en las barricadas de nuestros días. Lo hallaríamos promoviendo un comité internacional para juzgar los crímenes de Estados Unidos en Irak y territorios aledaños. En la resistencia a la explotación, las depredaciones y la muerte.