Entre el pirata Morgan y Robin Hood
La producción de películas, que dependen indefectiblemente hoy día de la tecnología digital, parece llevar consigo los genes de su propia desgracia. Piratas y ladrones bienhechores se cruzan en su camino para arrancarle una tajada que representa 3 billones de dólares al año. Piratas al estilo Morgan, que operan con redes secretas de producción y distribución de videodiscos y cintas, y tienen su asiento en lugares como China -corsario de corsarios-, Rusia, India, Malasia, Filipinas, y aun Inglaterra. En América Latina, Colombia, Perú, Bolivia, Paraguay y la República Dominicana se llevan la palma, pues 75 por ciento de los videodiscos y videos que salen al mercado en esos países son pirateados. En Nicaragua y Guatemala la cota es de 50 por ciento.
Piratas, y también ladrones que distribuyen lo robado sin quedarse con ningún beneficio, al estilo de Robin Hood. Colocan en poderosos sitios de la red cibernética películas completas, de las que están saliendo del horno y apenas se empiezan a presentar en los cines, para que cualquiera las baje gratis. La guerra de las galaxias, por ejemplo, tuvo una entusiasta clientela de más de 100 mil usuarios de Internet por día que disfrutaron de ese favor de altruistas salteadores de caminos mientras la superproducción se hallaba en cartelera.
Copiar videodiscos no es asunto de mucha ciencia, sino de inversión que las mafias que operan el negocio alrededor del mundo están dispuestas a hacer; y llevar sus mercancías a los parajes más lejanos es cosa que los piratas han sabido siempre, desde que reinaban en los mares. Pero que una película celosamente guardada antes de su estreno aparezca de venta en la calle demuestra una operación mucho más osada. Ahora que la nueva versión de King Kong entra en las etapas finales de su producción en Hollywood, los estudios de la Universal han creado todo un sistema de seguridad e inteligencia para evitar que se filtre ni siquiera un cuadro o una toma.
El temor es que los 150 millones de dólares que está costando hacer la película, que será todo un alarde de efectos tecnológicos, sólo sirvan para beneficiar a los piratas que esperan ávidos la ocasión de asaltar el bergantín cargado de oro, antes de que pueda llegar a puerto. Y cuando la película empiece a exhibirse, las copias irán protegidas por un sistema de códigos que impedirá las reproducciones, y cada cuadro tendrá una marca de agua, como los billetes, que permitirá detectar de qué sala de cine fue extraída, si los piratas logran romper los códigos, como seguramente lo harán.
Pero copiar una película depende a veces de sistemas menos sofisticados. Hay quienes lo logran introduciéndose en las salas de cine armados con una pequeña cámara de alta resolución para filmar directamente de la pantalla. De allí puede ir a las manos del pirata Morgan o de Robin Hood. Pero si Robin Hood la sube a la red con intenciones benéficas, los piratas están esperando para bajarla y copiarla, mientras los estudios de cine, las distribuidoras y los exhibidores no pueden hacer más que lamentarse de la merma de sus ganancias o de sus pérdidas.
Ahora que se venden sistemas integrales con sonido espectacular y perfecta nitidez de las imágenes en pantallas caseras, mucha gente empieza en las grandes ciudades a desertar de las salas de cine para quedarse en sus teatros domésticos, viendo las películas que afuera se están estrenando. A fin de evitar que la competencia pirata entre en las casas primero que ellos, los productores están empezando a poner los videodiscos en el mercado al mismo tiempo de los estrenos. Pero esa medida defensiva entusiasma más bien a los piratas, que pueden comprar la copia en una tienda, y dedicarse a reproducirla. Otra vez los genes de la desgracia que están en el torrente sanguíneo de la industria digital.
Los ingresos globales de las productoras de cine de Hollywood fueron el año pasado de 84 billones de dólares, la venta de videodiscos y videos incluido. Cualquiera dirá que una tajada de 3 billones de merma por la competencia ilegal no es asunto para quitarles el sueño. Pero es una suma que tiende a crecer cada vez más. Como en toda industria de gran tamaño, son miles los que se benefician de ella, y la lluvia salpica también a los vendedores callejeros que en los países pobres ofrecen las películas y los discos compactos de música en canastas, como si fueran frutas o cigarrillos, y por ese camino van también los libros, cuando son de éxito. Vivir para contarla, de García Márquez, estaba en manos de esos vendedores callejeros antes de que se abrieran las librerías de Bogotá el día del lanzamiento. Los derechos de autor y las leyes que los protegen no cuentan, por supuesto.
Pero según los expertos, el más dañino a largo plazo es Robin Hood. Lo que están advirtiendo a las productoras de cine es que no les quedará más remedio que hacer lo mismo que las disqueras, que ahora cobran por bajar la música, amenazadas por los sitios de la red que la ofrecían gratis: cobrar también por bajar las películas, y entrar así a enfrentar una competencia que de otra manera no tiene formas eficaces de control, siendo como es la piratería una industria global, y por tanto sin fronteras, como son también los asaltos de Robin Hood en pleno bosque.
Hay otros que con mayor optimismo piensan que la solución final vendrá cuando, muy pronto, una pelícu- la de estreno podrá ser transmitida por cable directamente a las salas de cine, desde un centro de distribución electrónica, y también de esta manera irá a los hogares, donde podrá verse bajo paga. Una esperanza, a lo mejor, vana, porque asaltar esas transmisiones puede llegar a resultar más fácil tanto al pirata Morgan, el terror de los mares, como a Robin Hood, el buen ladrón.
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