Usted está aquí: lunes 24 de octubre de 2005 Opinión Película vieja

León Bendesky

Película vieja

El caso Madrazo-Montiel es, sin duda, una de las grandes producciones recientes del sistema político mexicano. Cuenta con los mejores personajes del elenco de la más rancia clase de profesionales del poder y, además, especializados en la mancuerna con los negocios. Todos se han graduado de una de las mejores escuelas para este tipo de instrucción teórica y capacitación para el trabajo que se conoce como PRI. Su establecimiento principal está en el Distrito Federal y tiene filiales en los 32 estados del país. Aunque hay algunos institutos que operan bajo una forma de franquicia, el PRI sigue teniendo las características propias del original.

La producción, que mostró sus adelantos en pantalla desde hace unos meses, se exhibió a escala nacional y con algunas funciones en versión recortada en el extranjero. Al argumento no le faltan los elementos claves de la trama de las buenas conspiraciones al estilo de John le Carré; tampoco se extraña un montaje preciso de las intrigas digno de Francis F. Coppola; es más, hasta el trabajo de edición, nunca reconocido de manera suficiente, debe ser visto como una muestra del talento acumulado durante tantos años de arduo trabajo en el cuarto oscuro, aunque ahora debe contarse ya con tecnología digital.

Tal vez la mayor deficiencia se advierta en la fotografía, pues hay ya un gran desgaste de las personalidades, tan vistas que tienden a perder credibilidad. Si bien hay pocas caras nuevas en el elenco, que aparecen sólo ocasionalmente, no alcanzan a distinguirse, pues se advierte un extraño caso de mimetismo; también hay muchos extras a la manera de Cecil B. de Mille.

Del PRI debe reconocerse su apego a las grandes tradiciones, a pesar de que esté ya francamente fuera de modo y de tono con las nuevas tendencias del género de la pantalla grande. Vaya se ha quedado anclado en el siglo pasado. Pero sería realmente difícil para un jurado experto de Hollywood escoger entre tantos candidatos al ganador del título de actor de reparto, pues el principal no necesita más premios.

La secuencia de los hechos protagonizados por el PRI en las semanas recientes no podría tratarse más que con gran ironía, pero ocurre que no sólo incumbe a los involucrados directamente, sino que las esquirlas de los explosivos se diseminan por el resto de la sociedad.

Estamos en plena temporada electoral, con un gobierno debilitado y poca presencia. El PRI perdió la Presidencia en 2000, pero no fue correspondiente la merma de su peso político en el conjunto del país. Su representación en el Congreso es grande, así como en los gobiernos estatales y su influencia local. Tan sólo recientemente vimos cómo un hoy muy golpeado Arturo Montiel pudo imponer a su sucesor en el estado de México con mucha facilidad.

La crisis real del PRI no se dio en 2000, cuando Vicente Fox ganó la Presidencia: se ha ido fraguando desde entonces y lo que hoy ocurre es una expresión más y, por supuesto, no la última. La capacidad de maniobra en ese organismo, que es público, pues vive del dinero de los impuestos, es sorprendente. Ahora se hablará de concordia y unidad, se tratarán de sanear las heridas del pleito en la cúpula; los miembros de la Corriente Democrática (sic), mejor conocida como Tucom, harán como si no hubiese pasado nada. Ya cumplieron su papel a cabalidad y gastaron millones para hacerlo, se exhibieron sin pudor en los medios y en anuncios, sonrieron complacidos y levantaron los brazos en señal de triunfo.

Cada episodio de la crisis del PRI es más irrebatible, y evidencia a quienes lo protagonizan de un modo que indica que han perdido la capacidad de verse y reconocerse a sí mismos, Narciso se queda chiquito. Cada episodio sobrepasa los límites de los antagonismos políticos internos y los del país, va más allá de la ambición personal y del botín en que se ha convertido llegar al gobierno.

De esta nueva crisis quedan los saldos de siempre: el cuestionamiento de la legalidad, la debilidad del sistema democrático y la fragilidad de los ciudadanos.

La ley queda al margen de las evidencias de enriquecimiento de los políticos y sus familias mientras cumplen sus funciones. Estos son casos que se deben investigar sin prejuicios, pero con la intención decisiva de aclarar el uso de los recursos públicos y el tráfico de influencias. Esa es la única manera de hablar en serio de dignidad, limpieza y credibilidad de las personas y las instituciones.

La democracia electoral ya llegó a su límite y está por verse si sobre ella puede construirse un sistema abierto en el que se establezcan normas de comportamiento y se rindan cuentas. Para ello hoy es necesario un IFE con nuevas responsabilidades legales, mejores formas de operación, control, eficiencia y más peso institucional. Pero no se advierte un incentivo en los partidos, que son los que finalmente hacen las leyes en el Congreso para que así suceda.

De los ciudadanos puede decirse que siguen siendo carne de cañón de los intereses políticos y de los grandes negocios que aquéllos amparan. Sabemos que las situaciones en la política se presentan primero como tragedia y luego como farsa, pero ¿cómo pueden los ciudadanos manifestar su descontento cuando todo está tan bien amarrado para beneficio de unos cuantos?

 
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