Caída libre
Hace muy pocos días, uno de nuestros más talentosos creadores escénicos se preguntaba, delante de mí, qué es lo que el teatro debe plantear en estos lúgubres tiempos de perplejidad y congoja. Me recordó, ahora que se cumple el centenario del natalicio de Jean Paul Sartre, la agobiante discusión acerca de la literatura de compromiso y de evasión que tiñó, aun entre nosotros, tan alejados de la Europa de posguerra, cualquier análisis de un texto nuevo en las letras, al grado de que no faltó algún crítico literario que enmarcara en esta perspectiva todo lo publicado. En realidad, desde hace mucho tiempo que la escena no modifica el pensamiento social, la prueba está en el fracaso brechtiano de dar voces de alerta ante el fascismo al público alemán de su época, y el compromiso es más del autor como persona que los textos que escriba. Probablemente el ejemplo más actual sea el del recién laureado con el premio Nobel Harold Pinter, cuya hermética dramaturgia no se corresponde con las posturas de denuncia del autor, y cuyos textos más recientemente escenificados entre nosotros se deben a José Caballero, con la lectura que hiciera para la Compañía Nacional de Teatro de tres obras cortas del autor inglés (Voces de familia, radio teatro del que tiene una versión muy libre David Olguín, que ya había escenificado Rodrigo Jhonson, Estación Victoria y Una suerte de Alaska, esta última trabajada hasta ser una escenificación), lo que omití en mi nota pasada y ahora reparo.
Esto viene a cuento porque no se puede desdeñar la revisión que hace Elena Guiochins de un tema que tuvo mucha vigencia en las épocas de la ''desmitificación de la madre", a quien se echó la culpa, al igual que todos los psiquiatras que en el mundo laboran, de cualquier trastorno de los hijos. La joven dramaturga retoma el conflicto de una manera muy inteligente y original, dando los dos extremos de conducta materna entre una madre alejada e incapaz de amar y una nana que vicariamente vive la maternidad, muy amorosa y sin hacer juicios morales, pero con un afán de intervenir en la vida de su hija putativa. El punto de vista que nos da la autora es el de Clara, la protagonista y único personaje del que se da cuenta en su evolución, alejada del estereotipo de las otras dos mujeres entre cuyo amor y desamor se encuentra. Elena Guiochins no da tiempo ni lugar, incluso se vale con toda intención de un estereotipo mayor al hacer de la madre una marquesa. Los recuerdos de Clara, que al tronar los dedos de la madre recordada -que sustituye así al analista en una posible sesión que es la que veríamos- sufre regresiones a diferentes épocas de su vida en momentos temporalmente no lineales, son los que dan lugar a los prototipos que utiliza la autora para dar una visión un tanto abstracta, del viejo conflicto que no elude el sentimiento de culpa en la hija repudiada.
Ignacio Flores de la Lama acentúa con su dirección esta gélida visión abstracta del amor filial y materno. En un espacio diseñado por el mismo director, con amplios bastidores colocados como piernas a los lados y con gran ventanal al fondo, al que se accede por una pequeña escalinata con algún mueble que aparece y desaparece de escena, ubica en posturas un tanto hieráticas a sus personajes, sobre todo a la madre, siempre vestida de traje y bolsa como preparándose a salir -en vestuario de Genevieve Petitpierre- ante la hija no amada que clama por su cariño y que sufre las consecuencias de un aislamiento impuesto por su extraña enfermedad y por la progresiva ceguera de la madre. Lo muy tremendo de la vida de estas mujeres se vuelve escueto y apenas delineado en escena.
Ignacio Flores de la Lama conduce a sus actores por ese modo abstracto del que se ha hablado, un tanto desasido, menos a Rubén Branco que interpreta a la nana con los matices del amor materno frustrado, pero cuyo travestismo inhibe el realismo del melodrama, convirtiéndolo también en prototipo con su envejecimiento y ese delantal de cuyos bolsillos extrae diferentes útiles. Teresina Bueno encarna, deliberadamente sin matices, a la madre que no cambia en ese recuerdo y Aurora de la Lama es una Clara casi autista, como en constante sesión terapéutica, a la que el paso del tiempo sólo se da en sus parlamentos. Complementan el montaje la música original de Amparo Rubí en arreglos de Ricardo Marín y la escenofonía de Rodolfo Sánchez Alvarado.