¿Una champeta o un danzón?
Vuelvo a ver Danzón, la película de María Novaro, en la videoteca de la Universidad de Stanford, una maravilla para entretenerse cuando se visita esta región, ¿a salvo? de las catástrofes naturales y políticas de este momento político estadunidense.
El danzón, baile popular, manifestación citadina, indispensable en la historia de la capital mexicana desde la década de los 20; más tarde inmortalizada por el cine mexicano, de otro orden estético y moral, cancelada por la clausura de muchos de los múltiples salones de baile que la gente frecuentaba y destruyó la fisonomía del Distrito Federal, multiplicó los ejes viales, y se disfrazó de modernidad y de progreso.
El danzón es un baile arcaico, ¿no suelen bailarlo hombres y mujeres en su tercera edad? ¿Acaso una secuencia de la película que comento no se inicia, en Veracruz, con una pareja totalmente senil? ¿No nos llegó desde La Habana y antes, mucho antes, de Africa? ¿No lo despreciaban y temían los escritores decimonónicos, en esa época finisecular en que el danzón atravesaba el mar y entraba por Veracruz? Muy claras son las palabras de Cuéllar, el costumbrista mexicano del porfiriato: ''Los pobres esclavos de Cuba, tostados por el sol, rajados por el látigo y embrutecidos por la abyección, despiertan algún día al eco de la música, como despiertan las víboras adormecidas debajo de una piedra (...) El esclavo está en su derecho de bailar sobre un sol ardiente, así como lo está el león de rugir en el desierto tras de la leona..." Vincular el danzón con los esclavos negros descalzos y desnudos, es afirmar su origen popular, su carácter subversivo: un antecedente, el cuchumbé, prohibido hacia 1776 en México por el Santo Oficio, debido a ''sus coplas en sumo grado escandalosas, obscenas y ofensivas de castos oídos (...) y (de) baile no menos escandaloso y obsceno por sus acciones, demostraciones y meneos deshonestos, provocativos a la lascivia, con manifiesta contravención a los mandatos'' de la Iglesia. Esta danza bailada entre gente de ''color quebrado'', es apenas tolerada y siempre perseguida.
No queda lugar a dudas. El danzón proviene de una raza degradada, esclava, traída a América por la conquista. Su filiación es isleña, animal, marítima. Entra de contrabando, se practica en los burdeles, sale de la clandestinidad y llega a los salones de baile de medio pelo. Cuando se aclimata en el país es patrimonio casi exclusivo de la gente de barrio bajo, soez, maloliente y malsonante. Federico Gamboa describe, con desprecio y desde arriba, la de su alta clase, incrustada en el gobierno dictatorial, la inauguración del Tívoli, en 1900:
''Del testero de la sala cuelga un anuncio: ¡Danzón! y al filo de la una y media -el local ya demasiado concurrido- el danzón estalla con estrépito de tropical tempestad, los timbales y el pistón haciendo retemblar los vidrios de las ventanas, pugnando por romperlos e ir a enardecer a los transeúntes pacíficos que se detienen y tuercen el rostro, dilatan la nariz y sonríen, conquistados por lo que prometen esas armonías, errabundas y lúbricas.''
Y a pesar del estruendo, de la ''tropical tempestad'', del retiemble de los cristales, de la frase acuñada, ''reventarse un danzón'', esta danza debe bailarse muy despacio, sobre un perímetro pequeñísimo, con un movimiento imperceptible de caderas y hombros, con los brazos bien levantados, la mirada ausente y varias pausas reglamentarias, cumplidas con religiosidad y detectadas con perfección por los oficiantes.
He estado hasta hace unos días en Cartagena de Indias, la ciudad amurallada; sus bulliciosas plazas -donde antes se vendían esclavos y las esclavas embarazadas valían su peso en oro- se han convertido en escenarios portátiles por donde pululan vendedores de todo tipo objetos de hueso, carey, semillas, sombreros, bolsas y a las que de repente llegan varias parejas de muchachos negros muy jóvenes que al son de una orquesta rudimentaria y efectiva empiezan bailando la cumbia, una danza criolla-africana; sus vestidos, rurales, los movimientos suaves, cadenciosos. En un abrir y cerrar de ojos cambia el ritmo, se desvisten y casi desnudos comienzan a bailar el mapalé, de estética cirquera y voluptuosa. El final se vuelve orgiástico: se baila ahora la champeta, danza que para Gamboa o para Cuéllar hubiese sido el paradigma absoluto de la pornografía.