¿Qué ciencia? Científicos reprobados
En meses recientes se hizo especialmente notable la presencia en los medios de diversos sectores de la comunidad científica demandando, inclusive iracundamente, más presupuesto para investigación. Aunque la vocinglería fue vigorosa, la argumentación ha sido superficial y monótona. Sin excepción los distintos voceros repiten de manera inmisericorde un mismo guión: "Sin la ciencia no hay desarrollo ni hay progreso social; sin los aportes científicos el país ni despega ni es competitivo a nivel internacional".
Hasta donde alcanzo a ver, el argumento anterior no es necesariamente cierto. Depende de qué tipo de investigación se realice, cómo se orienten las investigaciones dentro de cada institución y cada campo del conocimiento, qué criterios orienten el trabajo científico, cómo se articulen y combinen los aportes de los investigadores y las instituciones con las necesidades de la sociedad y, finalmente, cómo todo lo anterior tome cuerpo en una política científica nacional. Todo esto ha estado ausente desde hace décadas en el panorama mexicano. Por ello no basta solicitar más fondos; hay que justificar con sumo detalle y no menos responsabilidad en qué serán utilizados los dineros que la sociedad mexicana ofrece por medio de sus impuestos.
Y es que, por principio, no hay ciencia moralmente buena ni socialmente responsable. Pensar lo contrario es asumir uno de los principales dogmas contemporáneos; un mito del cientificismo o de la ciencia convertida en ideología que es permanentemente alimentado por los mensajes masivos de "divulgación científica" (revistas, programas de televisión y de radio, declaraciones).
Hoy, la realidad de la civilización industrial, materialista, capitalista y tecnocrática, construida palmo a palmo a partir del desarrollo del conocimiento científico, es cualquier cosa menos lo prometido o vislumbrado por sus primeros promotores (de Bacon a Comte). Por ello no es posible digerir con ingenuidad las abundantes declaraciones que nos repiten, incisivamente, los principales líderes de la comunidad científica del país y del mundo.
Todo indica que el desarrollo institucional de la ciencia en las sociedades modernas siempre conlleva la sacralización del científico, la generación de un conocimiento sin conexión con la ética, la manifiesta ignorancia del especialista o "experto" y, finalmente, su falta de compromiso social. Lo anterior termina conformando un síndrome que, como veremos, domina la actividad científica contemporánea: el de un conocimiento desligado del valor, generado sin referentes éticos o sociales y, por lo mismo, presa fácil de objetivos perversos. En México, donde la ciencia es apenas un "campo emergente", estos síntomas comienzan a manifestarse conforme las comunidades imitan, ciegamente, los patrones, usos y deformaciones de la "ciencia desarrollada".
En nombre de La Ciencia se han elaborado armas inimaginables de destrucción masiva, se ha destruido la naturaleza, se ha contaminado el planeta (solamente en Europa se han registrado 100 mil productos químicos sintéticos, de 30 mil de los cuales se desconocen sus efectos sobre la salud y el ambiente) y la sociedad humana comienza a alterar ciclos vitales de escala global y procesos evolutivos esenciales. Bajo los esquemas actuales de realizar ciencia, la humanidad, el mono desnudo, que hoy domina el espacio planetario, se dirige sin duda alguna a engrosar el montículo de las especies extintas registrado por el ojo de los paleontólogos.
No es posible, por tanto, demandar más y más recursos utilizando el argumento ingenuo y simplista de una necesidad intrínseca de la ciencia. Porque una cosa es realizar investigación para apuntalar, digamos, la industria petrolera nacional, y otra para dotar de información a las corporaciones de la energía. Un asunto es hacer ciencia agroecológica para el sector de pequeños productores de los ejidos y comunidades del país y otra hacer investigación agroindustrial para los grandes productores agrícolas y ganaderos, que la contrarreforma agraria de 1992 convalidó y fortaleció. Tampoco se puede hacer investigación biomédica o hidráulica sin pensar en el destino final de lo que se descubre o inventa, y lo mismo puede decirse para cada campo del conocimiento.
No se puede entonces aceptar tan fácilmente el reclamo de José Silvano Guichard, director del Instituto Nacional de Astrofísica (La Jornada, 22/9/05 y 6/10/05), pidiendo la liberación de 65 millones de pesos para terminar de construir el Gran Telescopio Milimétrico. Este complejo aparato tendrá un costo nada despreciable de mil millones de pesos. ¿Se justifica dedicar esta estrastoférica cifra a un solo artefacto en vez de apoyar mil proyectos científicos con un millón de pesos cada uno?