El Quijote: orfebrería
En su serie de artículos La orfebrería en la composición y redacción de El Quijote, de F. Tomás y Estruch, a los cuales hice referencia la semana pasada, éste habla también de la orfebrería litúrgica a la que se alude también en la novela de Cervantes. Dicha alusión viene a colación cuando el ingenioso hidalgo pondera el valor que en realidad tendrían los azotes que Sancho tendría que darse para lograr desencantar a Dulcinea. ''Ni las minas del Potosí, ni el tesoro de Venecia, fueran para pagarte" dice Don Quijote al escudero.
Dentro del mencionado tesoro se encuentra el famoso retablo de majestuosa orfebrería bizantina llamado Palla d'oro. Para tener una idea del valor y mérito de dicha pieza, Tomás y Estruch la compara con los retablos de San Miquel in excelsis de Pamplona, el frontal del Museo Provincial de Burgos y, principalmente, con la bellísima pieza (ya destruida) de la catedral de Gerona, con su retablo y baldaquino (éstos aún existentes) hermoso ejemplo de orfebrería.
Coexistiendo con los alardes en la orfebrería religiosa, los excesos en oro y plata se vieron ampliamente extendidos a los utensilios domésticos y vajillas de los poderosos de entre los cuales destacan las vajillas de Carlos V. Tal era el despilfarro que hubieron de dictarse leyes para intentar controlar dichos excesos, pero tal legislación no sirvió de nada. Las cosas siguieron igual, al grado de que los grandes señores debían tener un empleado especial llamado sacier (saucier) para la custodia de la orfebrería de mesa.
También proliferó el uso del cobre, el latón y el estaño. Este último se prestaba con facilidad para realizar obras fraudulentas. Un ejemplo de ello aparece en el Pícaro Guzmán de Alfarache, novela que ejerce cierta influencia en El Quijote, donde criados abusivos cambian candelabros de plata por otros idénticos pero de estaño.
El latón se puso de moda entre la clase media al cual llamaban en Andalucia y Castilla, azófar, que quiere decir cobre amarillo según el vocablo árabe. De dicho material eran los candeleros a los que Don Quijote alude para explicar a Sancho (por similitud) la naturaleza de cierto instrumento musical, que a la par de otros, le servirán de consuelo en sus derrotas bélicas que intentará mitigar adoptando un estilo de vida bucólica a la que se propone entregar en adelante.
También era de azófar la bacía de barbero que el hidalgo manchego confundió con el yelmo de Mambrino: quitado, según él, en buena lid; reclamado en juicio en un mesón, encarnado en la prosaica naturaleza de una bacía y pagado, en indemnización por la suma de ocho reales. De la mano nos lleva ahora Sancho a la historia de la joyería indumentaria con las palabras que el escudero dirige (en Sierra Morena) a su rucio huido (quizá perdido para siempre), como consecuencia del aporreo que a él, a su señor y a sus cabalgaduras dirigieron los libertadores galeotes ante el mandato de presentarse ante Dulcinea en señal de homenaje y reconocimiento.
En tan desastrosas circunstancias, Sancho exclama: ''¡Oh hijo de mis entrañas -dice Sancho a su asno- nacido en mi mesma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer, envidia de mis vecinos, alivio de mis cargas, y, finalmente sustentador de mi persona, porque con veinte y seis maravedíses que ganaba yo cada día, mediaba yo mi despensa! Este brinco, brinquiño o brinquillo -ponderación de cosa que vale materialmente y alegra el ánimo afecto a la vanidad- fue, a decir de Tomas y Estruch, una alhaja, joya o joyel, bautizado con tales nombres, porque, usándolo las mujeres colgado de sus tocados o colocado en el peinado, por estar montado al aire, daba la impresión de que saltaba o brincaba al más leve movimiento de la dama. Era esta joya una más de las manifestaciones de los excesos de la época que Cervantes coloca en pasaje y el personaje preciso para ironizar y algo más.