Usted está aquí: domingo 11 de diciembre de 2005 Opinión Una ciencia enloquecida

Bárbara Jacobs

Una ciencia enloquecida

Todo iba bien hasta que a Lucrecia se le ocurrió preguntar al profesor cómo distinguir con precisión la buena literatura de la literatura mala.

Lunas había invertido horas en hacernos ver que, si bien, por lo que puede tener de creación, la ciencia podía aproximarse al arte, el arte no era nunca ciencia; de manera que, al hablar de arte, usar términos como el de "precisión" no era adecuado. Aparte, para intentar demostrárnoslo hasta al más ignorante y menos sensible del grupo, durante casi un mes se había empeñado en darnos suficientes ejemplos de cómo la calidad de creación literaria que definiera a un texto, o esa facultad del escritor para transformar en bella, por gracia del manejo de la lengua, la realidad o la fantasía más espantosa o la más insustancial, no bastaba para que el arte tocara un escrito con su varita mágica.

Quizá no nos había quedado del todo claro lo que Lunas anhelaba transmitirnos; pero él creía que sí. O esperaba que sí. De modo que la pregunta de Lucrecia lo desesperó al grado de que, con la boca abierta, mirándonos sin vernos, y en lugar de jadear, ya que era evidente que Lucrecia lo había exasperado, pues, habrá supuesto, si ella, que de los alumnos es la más aventajada, no entendió nada, en qué estado de trabada confusión no nos encontraríamos el resto de sus preparatorianos, atónito rechinó escalofriantemente los dientes.

Es cierto que el maestro había expuesto y analizado en clase, siempre con paciencia, cuantos argumentos anticipó que se nos pudieran ocurrir para rebatir sus enseñanzas, pues no podía ignorar que echaríamos mano de todo con tal de cuestionar y desbaratar cuanto quisiera él inculcarnos sobre absolutamente cualquier asunto; pero en ningún momento imaginó que reduciríamos la amplitud y la profundidad de sus inteligentes, y por tanto sutiles, explicaciones, al viejo y deseablemente superable lugar común al que, igual que pobres resignados estudiosos de la literatura, por boca de Lucrecia acabábamos de disminuir el asunto, y que consistía en revelar anticlimáticamente que, después de todo, para nosotros la literatura era materia y no abstracción, y de ahí que fuera susceptible de clasificarse, dividirse: en pocas palabras, de materializarse.

-Me sorprende, muchacha -informó a Lucrecia, al tiempo que subía y bajaba la mandíbula como si mascara chicle, afición impensable en él-. Me sorprende -repitió, tras una pausa en la que sin duda reprimió lo que de verdad habría experimentado ante la pregunta de su mejor alumna, y que era algo así como decepción.

Acto seguido, sin otra palabra giró y, tras darnos la espalda, de un paso alcanzó su escritorio, de un manotazo cerró el libro que yacía abierto sobre la tapa y abandonó el salón, cuya puerta dejó abierta sin advertir que olvidaba su impermeable, doblado con descuido contra el respaldo de la silla, y el sombrero de lona, estilo de cazador. Sin embargo, cuando no lo hacíamos ni siquiera cerca de la reja, vimos que su figura reaparecía en el marco de la puerta.

-Pensar -sentenció- invariablemente conduce a la duda. Y la duda, jóvenes, siempre que no sea excesiva, es lo que prolonga y da sentido a la existencia -suspiró, antes de depositar el libro sobre el escritorio y retirar de la silla el impermeable y ponérselo. Se enfundó el sombrero, alzó el libro y, despidiéndose de nosotros con un reconfortante "Hasta mañana", volvió a encaminarse hacia la salida.

En lo que mis compañeros reían a carcajadas, abriendo y cerrando la tapa del escritorio para hacer todavía más patente el ruido, o sencillamente para liberar la tensión en la que nos dejó el profesor, me acerqué a Lucrecia que, ensimismada, garabateaba algo en su cuaderno y, por hacer conversación con ella, con lo que quería comunicarle que, por más que en apariencia a ella se hubiera debido el anticlimático desenlace de la lección de Lunas de esa tarde, con su intervención nos había representado a todos. "O por lo menos a mí", rectifiqué.

Camino a casa me entretuve tratando de contestarme, si no es la calidad de belleza, de verdad, de arte, ¿qué diablos define a la buena literatura; qué la distingue de la mala? Aparte del tipo de entretenimiento que provoquen; de la capacidad de aludir que posean; de la dirección que tomen sus referencias; de la clase de reflejo que ocasionen: ¿qué, exactamente, qué es lo que diferencia a la buena literatura de la literatura mala?

 
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