Migración y guerra contra el terrorismo
En la fotografía publicada por la prensa nacional el pasado 30 de noviembre, George W. Bush, el presidente de Estados Unidos, viste una chamarra de la Patrulla Fronteriza, hecha en México. Lo acompañan Rick Perry, el gobernador de Texas, y varios agentes. A sus espaldas puede verse un vehículo policial y la barda que separa la frontera en la ciudad de El Paso.
La imagen semeja las instantáneas que el mandatario estadunidense se toma cuando visita a sus tropas en Irak, en fechas como el Día de Acción de Gracias, mostrando un guajolote de utilería. Al menos el mensaje que ambas transmiten es el mismo: el del comandante supremo de las fuerzas armadas pasando revista a sus hombres en el campo de batalla.
La lucha contra la inmigración indocumentada se ha convertido para la Casa Blanca, pero también para el Capitolio, en un frente más de la guerra contra el terrorismo. En la versión renovada del conflicto de las civilizaciones la amenaza hispana se ha habilitado como un capítulo anexo de la cruzada contra el Islam. La xenofobia, es sabido, es una formidable herramienta de movilización de masas de la derecha.
Hace menos de un mes Bush describió la frontera con México como "peligrosa" y anunció la construcción de un nuevo muro. "Tenemos una cerca -dijo-, pero vamos a tener una valla virtual cuando traigamos tecnología y los mejores agentes para custodiar la frontera, por la que lo mismo cruzan almas inocentes que sólo vienen a buscar trabajo, que gente que busca pasar drogas."
Para levantar ese nuevo muro Washington gastará 139 millones de dólares. Aviones no pilotados, cámaras infrarrojas y 12 mil 500 agentes fronterizos vigilarán el territorio del país de la Estatua de la Libertad. Una barrera de 12 kilómetros se construirá sólo cerca de la ciudad de San Diego y otras ciudades se protegerán con mallas.
Apenas el viernes pasado la Cámara de Representantes de Estados Unidos votó, con el apoyo de la Casa Blanca, un proyecto de ley que considera un crimen vivir en ese país sin la documentación adecuada -situación en la que se encuentran 11 millones de personas-, ordena construir bardas de más de mil kilómetros en la frontera de México y rechaza cualquier propuesta de legalizar la estadía de estos trabajadores.
El mandatario y los legisladores hablaron así a sus bases más conservadoras. La última encuesta de Gallup señaló que 63 por ciento de estadunidenses se oponen a las propuestas para permitir que indocumentados soliciten visas de trabajo. Echaron, de paso, una palada de tierra, a asuntos más espinosos en la opinión pública, como el fracaso de la invasión a Irak y el pésimo manejo de la reconstrucción de Nueva Orleáns después del paso del huracán Katrina.
Curiosa ironía. En la ciudad Los Angeles conviven millones de latinos indocumentados trabajando sin derecho alguno, y miles de desempleados nacidos en Estados Unidos -muchos son veteranos de guerra- que vagabundean por las calles del centro de la ciudad pidiendo limosna, pero pueden votar por sus gobernantes y disfrutar de seguridad social. Nada más ponerse el sol, sobre las aceras de los grandes rascacielos se levantan cada noche efímeros poblados de cartón y plástico. El centro de la ciudad se convierte en la capital de los sin techo. El contraste no podría ser mayor: una urbe de precariedad humana con ciudadanía plena, que contrasta con el empuje de los inmigrantes a la búsqueda de un empleo, sin derechos, con familias divididas, laborando con el número de seguridad social de otros, y que, dentro de muy poco tiempo, serán criminales.
En la nueva guerra contra los sin papeles quienes cruzan la frontera cuentan, esencialmente, con las redes que sus paisanos y familiares han construido. Resulta sorprendente la vitalidad y amplitud de esas organizaciones en relación con el vacío de acción oportuna del campo de la política institucional. La diplomacia mexicana ha sido ineficaz para defender en serio sus intereses. Los sindicatos y centrales campesinas en México abordan el asunto sólo declarativamente. Los partidos políticos los ven como posibles votantes y fuente de divisas. Y para muchos de los inmigrantes de segunda y tercera generación que luchan por una integración plena en la sociedad estadunidense, por reconocimiento y poder político, el nuevo éxodo es una fuente de incomodidad y problemas.
Los trabajadores emigrantes en las metrópolis, afirma John Berger, son inmortales porque son siempre intercambiables. Tienen una sola función: trabajar. Ellos se han convertido en facilitadores involuntarios de la expansión de la economía informal, de la flexibilización laboral, de la desregulación de la fuerza de trabajo, de la expoliación de derechos. En una época en que las fábricas se han vuelto tan emigrantes como los trabajadores, los sin papeles ayudan a mantener la competitividad de las economías desarrolladas. Por eso -aunque no exclusivamente por ello- por más que se quiera hacer de la política migratoria un capítulo más de la guerra contra el terrorismo, el nuevo éxodo no será detenido.
Así, 21 días después del 9 de noviembre, 16 aniversario 16 de la caída del Muro de Berlín, Bush anunció la construcción un nuevo muro. No es novedad: desde que cayó en Alemania el símbolo de la dictadura, decenas de nuevas cercas se han levantado en las naciones desarrolladas para evitar el paso de los migrantes provenientes de países pobres. En la era de la globalización neoliberal hay libertad para que los capitales y las mercancías atraviesen libremente las fronteras, pero no para que la fuerza de trabajo se desplace en busca de empleo.
Los inmortales
¿Progreso? Que lo digan todos aquellos que tienen que disfrazarse de gorilas y de tigres en cualquier zoológico, real o figurado, de Estados Unidos; que respondan los hijos y los cónyuges de quienes han fallecido por tratar de ganarse la vida dignamente atravesando ríos y desiertos. Que contesten los millones de mexicanos que no pueden votar en México ni en Estados Unidos.