Sagrada Coatlicue, la tierra
La noticia del 12 de diciembre, Día de la Guadalupe-Tonantzin, me dejó paralizado: las procesiones de millones de indios y mestizos a los templos marianos de México. Ese mismo día cerraba mi seminario sobre Pedro Páramo en New York University. Lo cerraba precisamente en torno a sus protagonistas: las diosas de la sexualidad, el poder germinativo y la resurrección, las diosas del ciclo eterno de la vida y la muerte, la diosas primordiales del cosmos precolonial mesoamericano: Chicomecóatl, Tonacacvíhuatl, Xixhiquétzal, Coatlicue, Coyolxauhqui... y Nuestra Madre Tonantzin. Esa noche, antes de salir del antro en que celebramos los seminarios, le dije a los doctorandos: hoy es el día de Guadalupe, de Coatlicue y Tonantzin, el día de las diosas de México. Ponemos aquí punto final a este seminario.
La noticia de las concentraciones guadalupanas en la ciudad de México es política. Pero no es el lado político del asunto el que me interesa: la instrumentalización por parte de la Iglesia cristiana y las monarquías católicas, ya desde la época imperial de Constantino, de los cultos de las Madres Cósmicas, de las diosas del amor y la fertilidad, a través de su hibridización semiótica con los iconos de la Virgen cristiana: la Madre del Mesías. El relato que nos interesa no es político, sino, en primer lugar, visual, estético, moral, sicológico: el culto eclesiástico de la Virgen o la Guadalupe, y los secretos oprimidos de las diosas de la vida y el cosmos que encierra.
Y deseo insistir nuevamente: ha sido el poeta Juan Rulfo quien ha puesto de manifiesto la centralidad de las Madres cósmicas mexicanas en una novela, Pedro Páramo, que condensa el drama social que han atravesado los pueblos mexicanos en el periodo comprendido entre la Revolución y la matanza de Tlatelolco, o incluso, por qué no, hasta las mismas catástrofes naturales de 2005, provocadas por el calentamiento industrial atmosférico.
No es la teología política de la Iglesia cristiana sino el poder sagrado de Coatlicue el que me parece importante en este panorama histórico y ecológico mexicano y global. Coatlicue, considerada ahora personificación de una miríada de diosas americanas que abrazan desde las fuerzas más sublimes, como la de la luna, hasta los misterios telúricos de la creación. Coatlicue como representación que no anula, sino sostiene la individualidad propia de otras grandes o pequeñas diosas, incluyendo su manipulada sub-versión católica y romana: la Guadalupe.
Coatlicue y Tonantzin, lo mismo que Kali en la religión hindú, y la Pachamama inca, son principios de unidad cósmica y biológica. Son diosas que integran las fuerzas de la naturaleza y los poderes astrales con la vida humana y su organización comunitaria. Diosas que preservan el carácter sagrado de la naturaleza y del ser. Pero Coatlicue, la Pachamama o Kali han sido y son también símbolos de resistencia.
Por decirlo en pocas palabras: en el contexto de la crisis social y ecológica que señalan los huracanes de 2005 sobre el antiguo reino maya, los movimientos migratorios de indios pobres a los campos de producción semiesclava de las maquilas, y el mercado ilegal de fuerza de trabajo en Estados Unidos, o a los submundos del tráfico de personas, armas y drogas, bajo este horizonte Coatlicue posee el valor ontológico y moral de una fuerza afirmativa; incorpora la voluntad de resurrección de una unidad espiritual que la teología política de la colonización cristiana ha dañado; es un poder de resistencia frente a las estrategias posindustriales de destrucción biológica y humana.
Resistencia a la lógica biológica de la colonización en la edad poshumana que destruye la diversidad de la vida mediante estrategias y productos corporativos, como esas semillas estériles que garantizan el monopolio sobre la supervivencia por corporaciones biocidas como Monsanto. Resistencia a un proceso de dominación económica llamado a sacrificar a un tercio de la población mundial en cuestión de años. Resistencia frente a la catástrofe mundial en aras a un progreso suicida celebrado bajo los aleluyas apocalípticos de poshistorias, postsujetos, pospolíticas y poshumanos.
La unidad y la armonía del ser, la belleza y atracción de lo existente: esas son las categorías metafísicas que presiden los cultos de esas Diosas Madre. Su defensa comprende sin embargo estrategias que en modo alguno son simples. El poder político del cristianismo ha fundado su promesa de redención de la historia humana en la muerte mesiánica, en el sacrificio de la vida en la cruz del ser. Y a lo largo de su sangrienta historia el poder tecnológico del Occidente cristiano ha perpetuado la esclavitud de millones de humanos, el expolio de continentes enteros y la destrucción terminal de la biosfera como sacrificio del ser en aras de la redención de la historia por el progreso. La perpetuidad y armonía del ser que encarna Coatlicue está amenazada por ese poder sacrificial que se ampara con los instrumentos y epistemes de la guerra biológica, electrónica y nuclear.
Un día como el anterior 12 de diciembre, perdido por los pueblos de la Sierra de Oaxaca, me sentaba hace años en una ceremonia de la Guadalupe. El recinto rebosaba de mujeres engalanadas con tocados y huipiles de verdaderas diosas. Y de pronto escuche la voz de un sacerdote que en el inconfundible castellano seco y golpeado de Castilla sermoneaba la siguiente consigna: ''Ustedes saben mejor que yo quién es Guadalupe. Sólo tengo que advertirles de una cosa: ¡No es más poderosa que Dios!
Existe una diferencia ontológica y política entre Xixhiquétzal, Coatlicue, Coyolxauhqui o Tonantzin, por una parte, y su seudónima Guadalupe, por la otra. Un conflicto político y una diferencia ontológica que la teología colonial del mestizaje ha pretendido neutralizar con la misma indiferenciación semiológica que las jergas hibridistas del poscolonialismo de hoy. Técnicamente esta diferencia se pone de manifiesto bajo el mito de la ascensión de la Virgen. Su significado es ostensible: María abandona la Tierra, deja atrás el mundo de los humanos, atrás la germinación y el florecimiento de los seres; abandona la continuidad sagrada del ser para ponerse al servicio del poder cristológico, político y eclesiástico del Padre. No es más poderosa que Dios, efectivamente: el dios que define el proyecto universalista del Occidente cristiano.
Hoy, en una era de colonización y destrucción biológica terminales del planeta en nombre de la redención por el desarrollo y el progreso, es preciso devolver ese mito teológico-político a sus raíces religiosas, populares y cósmicas.