Integración amurallada
Hay una cierta ironía en la manera en que se ha desenvuelto el proceso de integración económica de México con Estados Unidos durante poco más de diez años. El empeño del gobierno ha sido grande, desde los días del entusiasmo negociador de Salinas y luego con los refrendos continuos que han hecho Zedillo y Fox de las bondades del mercado estadunidense. Esa exaltación ha tenido eco en muchos grandes empresarios, sobre todo en los jerarcas financieros, y en no pocos profesionales especializados en cuestiones económicas y otros de carácter amateur.
Sobre las repercusiones de la apertura se ha discutido mucho, aunque el debate no ha sido fructífero para provocar los ajustes necesarios de la política económica y de la estrategia de desarrollo. Estos ajustes son vitales para aprovechar las ventajas potenciales del intercambio comercial y de las corrientes de inversión con el mercado más grande del mundo.
La economía mexicana ha cambiado mucho, sin duda, desde que entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte: se ha modificado el modo de funcionamiento de los sectores productivos, se ha redefinido el papel del Estado y ahondado en la privatización. Pero esta economía no es más dinámica en su crecimiento, ni más productiva, y las empresas y los trabajadores no alcanzan a cimentar su posición competitiva en el mercado, ya sea interno o externo.
Los datos abundan al respecto y estamos aún a la espera de un despegue que signifique más altos niveles de actividad productiva, de ocupación de la fuerza de trabajo y de bienestar, junto con una mayor solidez institucional. El discurso que se repite ya de manera mecánica en los círculos oficiales y del poder económico, sigue manteniendo la idea de que ese despegue es posible sobre las bases actuales de la apertura y la liberalización, a las que sólo les faltarían, dicen, unas reformas estructurales que políticamente están trabadas. Ese puede ser un nuevo espejismo.
El modelo económico vigente tiene taras muy evidentes que no se pueden desconocer. Una sobresale especialmente y es la necesidad de expulsar trabajadores a Estados Unidos y luego aprovechar las remesas para mantener las condiciones de vida de las familias y hasta para financiar la economía y sostener la estabilidad agregada mediante la fortaleza del peso.
Pero, paradójicamente, esa tara se enfrenta desde fuera con las acciones para contener la migración ilegal y la reciente resolución del Congreso de Washington para aplicar una ley que incluye la edificación de un muro para detenerlos. Esta es una expresión fehaciente del carácter de la integración del TLCAN y de lo que significa para México.
Las ventajas derivadas de la liberalización económica se centran en los balances de las empresas involucradas; y del bienestar que se encargue, como pueda, cada una de las partes responsables. Si es así, más vale que haya una propuesta política coherente, ahora que es tiempo de elecciones, para hacerse cargo del asunto. La política exterior, que en este gobierno parece haber tocado el fondo, debe revisarse también a fondo y estar mucho más vinculada con una idea más completa de esta sociedad.
México es hoy una economía de tamaño grande en cuanto a su producción, ocupaba el lugar número 11 en el mundo en 2004 (según datos de la empresa Bloomberg), pero ocupa el lugar 85 cuando se toma el producto por habitante. La diferencia entre ambos datos es notoria y dice mucho de lo que es este país. Pero es, en cambio, una economía pequeña en el mercado global, pues no fija el precio de ningún producto relevante en el comercio internacional. Además, lejos de fortalecer su posición, pierde terreno ante otras economías, como indican, por ejemplo, las cifras de China, que se espera termine este año en el cuarto lugar y que avanza en su penetración del mercado estadunidense desplazando a las exportaciones que se hacen desde aquí.
La integración económica, tal como se ha establecido está entrando en una fase rápida de rendimientos decrecientes. México, como sociedad, ha perdido mucha de su capacidad autónoma de gestión y se empequeñece en su presencia en los asuntos internacionales. Esto se pudo comprobar de modo claro en las recientes participaciones en la Cumbre de las Américas y en la reunión de la Organización Mundial de Comercio.
México esta agazapado tras lo que se convierte cada vez más en una ilusión: poder crecer y desarrollarse en el marco de la dependencia económica y política frente a Estados Unidos. Esa ilusión pervierte los planteamientos de una estrategia nacional mejor definida y más rentable. La globalidad no ha terminado con las naciones, sino que ha dado nuevo contenido a esa entidad y, en nuestro caso, es impostergable hallar una nueva posición al respecto en el entorno de nuevas condiciones que no pueden eludirse. Hasta hoy no hemos estado a la altura de esta exigencia.