Bolivia: el río trae piedras
La victoria rotunda de Evo Morales en las elecciones presidenciales de Bolivia será conflictiva para algunos, pero no por eso deja de ser menos victoria. No sólo ha sido electo por primera vez un líder indígena, sino también por primera vez en décadas las elecciones se resuelven en la primera vuelta, y por primera ocasión un presidente tendrá mayoría parlamentaria en un país donde la inestabilidad política ha dependido en mucho de la fragmentación de fuerzas a la hora de asumir decisiones críticas.
No sólo el asunto étnico ha estado de por medio en estas elecciones, sino también el de los hidrocarburos. Bolivia está asentada en un lago de gas, la segunda reserva latinoamericana después de Venezuela, y la manera en que debe manejarse esta riqueza ha creado divisiones, aun regionales, enfrentamientos y rebeliones. Y no menos crítico será el asunto del cultivo de la coca, que el nuevo presidente ha prometido legalizar porque pertenece a una antiquísima tradición.
Pero fuera de las repercusiones internas, esta elección tendrá otras aún más sensitivas en el plano internacional. Bolivia estará pronto en la lista de países que difieren sustancialmente de las políticas de Estados Unidos en la región o que se oponen a ellas abiertamente: Cuba, Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, naciones que no tienen una misma identidad ideológica pero han esperado con ansia el triunfo de Morales, tal como expresó el presidente Luiz Inacio Lula da Silva, de Brasil, en su más reciente encuentro con el presidente Néstor Kirchner, de Argentina.
No tienen identidad ideológica, pero participan, en general, de un mismo sentimiento en contra de los ajustes monetarios dictados por el Fondo Monetario Internacional (FMI), de cuyo cumplimiento dependen los respaldos financieros del propio fondo y de la comunidad internacional. Brasil y Argentina, que tienen recursos para hacerlo, han resuelto dejar de ser deudores del FMI, y le han pagado por adelantado, en conjunto, 25 mil millones de dólares como proclama de su libertad para escoger sus propias políticas económicas.
También está de por medio el tratado latinoamericano de libre comercio con Estados Unidos, el ALCA, demonizado en la pasada cumbre de Mar del Plata. Venezuela, cada vez más estrecho socio de Brasil, Argentina y Uruguay, como será ahora de Bolivia, entrará pronto en el Mercosur, y la propuesta de Hugo Chávez de una alianza económica sin Estados Unidos, el ALBA, tiende a volverse atractiva en la medida en que Venezuela puede prodigarse en apoyos de balanza de pagos para sus socios, comprando porciones sustanciales de sus deudas externas, encargando la fabricación de barcos y aviones a Argentina y Brasil, y concretando coinversiones de megaproyectos en la industria petrolera. Chávez tiene con creces los recursos para hacerlo.
Una muy probable victoria de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones presidenciales de México, el año que entra, acabaría de voltear el panorama en términos geopolíticos. El gobierno de Vicente Fox trata de cultivar a los países centroamericanos, de economías débiles y desprovistas, para que no se pasen al bando de Chávez, y plantea, por el momento, la construcción de una enorme refinería en el istmo, una vez que el ambicioso Plan Puebla-Panamá no parece haber cuajado. Una alianza López Obrador-Chávez, en lugar de la confrontación actual con Fox, dejaría a Estados Unidos en una posición más precaria respecto de Centroamérica. Fuera de la firma de acuerdos bilaterales de libre comercio con cada uno de los países centroamericanos, la cooperación de Estados Unidos para el desarrollo de estas naciones, empobrecidas como pocas, no es muy generosa.
No será suficiente en adelante para Estados Unidos tocar a rebato porque la lista de "gobiernos hostiles" crece en América Latina, ni le servirá de mucho seguir culpando a Cuba y a Venezuela de resultados electorales como el que ha dado el triunfo a Evo Morales en Bolivia. Se trata en todos los casos de gobiernos legítimamente electos conforme a las reglas democráticas que el propio Estados Unidos defiende como una panacea, tan lejos como en Irak.
El asunto es que las opciones ensayadas hasta ahora han venido cayendo en descrédito y la gente tiende a mirar hacia promesas diferentes, cuya efectividad también tendrá que ser probada. Pero los candidatos de la izquierda triunfante plantean claramente el rechazo a políticas que hasta ahora han demostrado ser inútiles, porque en lugar de traer bienestar han agravado la pobreza hasta extremos nunca vistos.
No está ausente de las ansias de la gente tener gobiernos honestos, contrarios a toda corrupción. Si Lula da Silva llega a perder las próximas elecciones en Brasil será por los escándalos de compra de votos parlamentarios en que su gobierno se ha visto sumido. Y la corrupción será lo único capaz de minar el poder de Chávez en Venezuela.
Fuera de eso, lo que estos nuevos gobiernos han recibido es un mandato de revisar esas viejas políticas económicas, y la comunidad internacional, empezando por Estados Unidos, debe tomar conciencia de ello, al menos en dos aspectos fundamentales: el manejo de los recursos naturales, donde resurge hoy el concepto de soberanía, que había llegado a ser prácticamente olvidado, y los programas de ajuste, que deberán tener cara humana para que sean viables. Generadores de bienestar, no de miseria. Hay que poner oído al río, que trae piedras.
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