Editorial
¿Burbuja de fin de sexenio?
Se dieron a conocer ayer dos indicadores en principio reconfortantes: el Banco de México informó que la inflación del año recién pasado fue de sólo 3.33 por ciento, la más baja desde 1968; adicionalmente, la Bolsa Mexicana de Valores logró un nuevo máximo histórico, al situarse el Indice de Precios y Cotizaciones en 18 mil 999 unidades. Por su parte, el presidente Vicente Fox anunció para el presente año las "inversiones más grandes de la historia" en política social.
A primera vista, estos tres factores hablarían de una economía sólida y próspera y de una notable estabilidad financiera del país en vísperas de los comicios presidenciales de julio próximo y de la sucesión presidencial de diciembre. Sin embargo, la ciudadanía mexicana tiene fundadas razones históricas para desconfiar de las buenas noticias económicas difundidas en las postrimerías sexenales: entre 1976 y 1994-95, los términos presidenciales y los arranques de nuevas administraciones trajeron aparejadas crisis mayúsculas, con la excepción de 1988: la catástrofe en el sexenio de Miguel de la Madrid no ocurrió al final del sexenio, sino que tuvo lugar a todo lo largo de éste. La transición del zedillismo al foxismo, tersa en términos de estabilidad financiera, es, en esta perspectiva, una excepción, más que una norma, en la historia reciente, y no alcanza a borrar los reflejos mentales que todavía asocian cambio de presidente con desastre económico.
Uno de los factores recurrentes en la gestación de estos desastres es la tendencia de los gobernantes en turno a crear bonanzas artificiales con el propósito de impulsar la permanencia en el poder de sus grupos respectivos. El caso más claro fue el del salinismo, que sumergió al país en una realidad virtual en la que México había dado, por fin, el salto al primer mundo, y en la que el neoliberalismo salvaje (llamado "liberalismo social" en los textos oficiales) resultaba la panacea para superar el atraso, las desigualdades y la miseria.
Con esos antecedentes, y con la experiencia de cinco años de construcción discursiva de una nación idílica paralela a la real Foxilandia resulta inevitable experimentar, ante datos como los mencionados, cierto escepticismo, e incluso cierta sensación de déjà-vu.
Más allá de impresiones subjetivas y de reflejos arraigados, resulta inocultable que el ejercicio del gasto social en este año por no hablar de la machacona propaganda oficial sobre logros "históricos" en todos los terrenos tiene una marcada intención electorera para favorecer a Acción Nacional, el partido del Presidente. Es inocultable, también, la insistencia del Ejecutivo Federal en llamar estabilidad al estancamiento y su manejo tramposo de las cifras del gasto social; por ejemplo, el foxismo dio por inflar el gasto educativo de su gobierno mediante el sencillo procedimiento de incluir en él las inversiones privadas en el rubro.
En el panorama casi idílico finisexenal de los macroindicadores salta un número rojo aparentemente menor: el déficit comercial de mil 500 millones de dólares en noviembre del año pasado, dado a conocer por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, la cual subraya que en ese periodo las exportaciones se incrementaron en más de 19 por ciento, frente a un crecimiento de 12.6 de las importaciones. Así presentados, los datos tendrían que ser tranquilizadores. Pero si se analizan con cuidado, se tendrá que el déficit no es más grande gracias a que las cotizaciones internacionales del petróleo siguen por las nubes y a que el componente principal de las exportaciones nacionales es, precisamente, el hidrocarburo. Por lo demás, el gobierno presume los altos niveles de las reservas internacionales de divisas, sin mencionar la enorme inyección de dólares que representan las remesas de los trabajadores migrantes para la economía nacional.
Después de cinco años de administración foxista, el país se mantiene a flote, en suma, por la coyuntura favorable pero ajena de los altos precios petroleros y por el sacrificio de cientos de miles de mexicanos a quienes la economía nacional no tiene nada que ofrecer, diga lo que diga el titular del Ejecutivo federal sobre las astronómicas inversiones sociales de su gobierno. Resulta obligado, en tal circunstancia, evocar las burbujas de prosperidad del pasado reciente y sus catastróficos resultados económicos, políticos y humanos.