Usted está aquí: martes 10 de enero de 2006 Mundo Cabeza llena de sangre

Pedro Miguel

Cabeza llena de sangre

De acuerdo con los reportes médicos, es casi imposible que el organismo colapsado que yace en una cama de cuidados intensivos del hospital Hadassah de Jerusalén logre recuperarse como para retomar las tareas de un primer ministro. Lo habitual en casos de derrames cerebrales como el que afectó a Ariel Sharon, dicen los médicos, es que el paciente quede marcado por incapacidades físicas y mentales severas.

Cualquier persona en una condición como la del dirigente israelí es merecedora de compasión, por más que él mismo haya sido incapaz de experimentar esa emoción -compleja y elemental a un tiempo- en ninguna circunstancia. Pero la conmiseración por su trance actual no debe extenderse a un olvido de su paso por este mundo ni de su trayectoria político-militar, una de las más sanguinarias que haya visto el mundo en la segunda mitad del siglo XX y el primer lustro del XXI. Está documentada de sobra: terrorista en su juventud (ponedor de bombas, devastador de aldeas, verdugo de mujeres, hombres, ancianos y niños); militar eficiente en el ejército regular durante la Guerra de los Seis Días; artífice, como ministro de Defensa, de la invasión israelí a Líbano, y allí, responsable de la masacre de civiles palestinos perpetrada por las milicias cristianas en los campos de refugiados de Sabra y Shatila; luego, político enemigo de la paz negociada, practicante de la provocación bélica y partidario del bombardeo, el despojo, la represión, el cerco, la alteración demográfica y la tierra arrasada, contra las poblaciones árabes de Gaza, Cisjordania y la Jerusalén oriental.

No hay preocupación patriótica ni coyuntura bélica capaces de justificar la crueldad. Sharon exhibió la suya en niveles tan extremos e innecesarios que dejó la impresión de que gozaba con el sufrimiento ajeno. Fue tan encarnizado e implacable en sus órdenes -bombardear el edificio del sospechoso, demoler la casa familiar del terrorista abatido, disparar a los niños en caso de duda, pasar el buldózer sobre el cuerpo de una joven estadunidense desarmada que manifestaba su solidaridad con los despojados- que su mando parecía más animado por una desviación sádica que por una ideología intolerante y belicosa. Sea como fuere, Sharon trastocó la promesa de un Estado palestino -lograda en las negociaciones difíciles entre Yitzhak Rabin y Yaser Arafat- por una cárcel de escala nacional, Gaza, y un despojo territorial definitivo, Cisjordania y Al Qods.

De esta manera Sharon se consolidó como el máximo enemigo del pueblo palestino y de sus legítimas aspiraciones a una nación propia, independiente y soberana. Y al mismo tiempo, Sharon se volvió, con ello, nefasto para el propio Israel y sus necesidades de seguridad. El hombre que ahora se encuentra en estado de coma en el hospital Hadassah de Jerusalén fue, en efecto, el gran multiplicador del terrorismo, el inspirador favorito de los integristas, el alimentador de las estupideces antisemitas recientemente pronunciadas por el presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad, el principal responsable de la degradación moral sufrida por el Estado hebreo en la consumación de crímenes de guerra. Ah, y muchos israelíes descuartizados por los atacantes suicidas deben su fallecimiento o sus lesiones a este Arik que ahora se debate entre la vida y la muerte.

No es difícil engatusar a las sociedades que se sienten amenazadas con promesas de seguridad y dominio, especialmente si se trata de sociedades armadas hasta los dientes, como lo son la estadunidense y la israelí. Bien lo saben George Walker y su círculo de halcones corruptos. Bien lo sabía Sharon hasta el momento del ataque cerebral masivo que sufrió la semana pasada.

Quién sabe si lo siga sabiendo. Su cerebro está ahora afectado por el derrame, aunque nadie conozca, por ahora, la extensión del daño. No vienen al caso los castigos divinos ni los destinos paradójicos, pero la sangre ha reventado en la cabeza de este hombre de arraigadas ideas cruentas, por cuya culpa se derramó tanta hemoglobina, y eso evoca la frase obsesiva de Doña Bárbara: "Las cosas vuelven al lugar del que salieron". Sólo queda desear -sería como un milagro- que Sharon se recupere, así sea para que tenga una segunda oportunidad de darse cuenta, con capacidades intelectuales plenas, del daño y el sufrimiento inconmensurables que ha causado a dos pueblos.

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