La izquierda y el populismo
La geografía política de América Latina se ha transformado notablemente en los pasados 15 años. Han desaparecido las dictaduras militares, han florecido los partidos políticos, los gobiernos son elegidos en comicios más o menos democráticos y, grosso modo, la pluralidad de la opinión pública se ha consolidado. El continente está descubriendo una forma de convivencia política que, salvo en Chile, Costa Rica y Uruguay, se desconocía por completo. Quedan aún zonas de arbitrariedad, zozobra y despotismo: Cuba, Haití y Venezuela. Colombia se encuentra enfrascada en una guerra civil. Llamar a todo este viraje "democracia" resulta, por lo menos, aventurado.
Si consideramos el ciclo que va de la Revolución Francesa (1789) a la caída del Muro de Berlín (1989) como una parábola dotada de algún significado, a Europa le llevó dos siglos reconocerse en el principio democrático. El sinuoso camino de esta historia transitó, en el siglo XIX, por las exclusas el despotismo liberal y, en el siglo XX, por las fosas del fascismo y el estalinismo. En Estados Unidos, el mismo proceso se prolongó de la revolución de Independencia a la Guerra Civil, casi un siglo.
Además, nada asegura la perdurabilidad de este principio. Los regímenes políticos se guían por las circunstancias y sus avatares, no por ideales ni principios. La política, dice Kant, es un sitio de la razón práctica, no de la práctica de la razón. Las formas autoritarias de legitimidad pueden siempre rencontrar su camino.
Los años infantiles de la democracia en América Latina -o, si se prefiere, sus años salvajes- se han distinguido por la falibilidad de sus instituciones públicas, la ineficacia -o la irresponsabilidad- de sus élites económicas y la formación de un electorado errático. En las décadas de los 80 y los 90, las formaciones políticas que condujeron el dificil tránsito hacia el nuevo orden fueron esencialmente de centro-derecha: la Democracia Cristiana en Chile, El Salvador y Nicaragua; Raúl Alfonsín en Argentina, y Fernando Cardoso en Brasil. Lo que sigue a este primer momento es un giro no del todo inesperado. En Chile, Brasil, Argentina y Uruguay se consolidan gobiernos de centro-izquierda. En Venezuela y, más recientemente en Bolivia con Evo Morales, reaparece una antigua pesadilla latinoamericana: el populismo. Es preciso hacer una distinción entre ambas formaciones, a menos que se quiera derrapar en la unilinealidad y las fobias de la argumentación de la era tecnocrática.
Izquierda y populismo son hoy, en América Latina, entidades distintas, cuando no opuestas.
El Partido Socialista de Chile, el partido de Salvador Allende y de Ricardo Lagos, cifra, desde los años 70, el paradigma latinoamericano de la izquierda democrática. Desde el dramático periodo de Allende su apuesta fue convertir el tema de la libertad en el centro de la apuesta de la izquierda. Creo que es evidente que ha sabido resolver lo que la mayor parte de la izquierda en América Latina no logró ni siquiera formular en el siglo XX: que la izquierda sólo puede cobrar consenso si antepone la defensa de la democracia a cualquier otra demanda o meta social, llámese desarrollo económico o igualdad social. La razón es evidente: ni el liberalismo ni el populismo supieron cómo construir este principio. El PSCh mostró que la izquierda no tiene por qué estar reñida con la economía de mercado (aunque debería estar reñida con los monopolios y los privilegios), ni con Estados Unidos (aunque puede estar reñida con el fundamentalismo republicano), ni con los empresarios (si no son fruto de la corrupción), ni con el ejército (si sus generales no se llaman Pinochet, finalmente en tribunales). Se critica a Lagos por su falta de eficacia social. Es una crítica que debería tomar en cuenta el próximo (y eminente) gobierno de izquierda en Chile.
Lula en Brasil proviene de la izquierda social y la tradición católica radical. Y en Argentina, la fuerza de Kirchner se origina en el populismo peronista y se desplaza, después de la ruptura con Menem, hacia la franja de izquierda democrática. Un caso que debería estudiar el Partido de la Revolución Democrática en México, una de cuyas franjas proviene del populismo del PRI.
En el otro extremo se halla Chávez, miembro de un ejército que no aprendió la lección chilena. Está a punto de enviar una ley que le permita relegirse n veces para encabezar un Estado con tintes cada día más policiacos. En cierta manera recuerda a un populista de derecha reciente, Fujimori. El populismo no tiene anclaje programático. Esa es su característica principal. Puede ser de derecha o enarbolar una retórica de izquierda. Es una formación amorfa, que sigue el principio de mayoría, hacia donde ésta se dirija.