Economía sin dogmas, por favor
Ahora que terminan las treguas políticas es de esperar que se de-sate la furia de las propuestas económicas, políticas, sociales y oníricas de los candidatos a la presidencia de la República.
Seguramente por nuestra profunda raíz religiosa, los mexicanos, y predominantemente los economistas, somos demasiado proclives a creer en dogmas de todo tipo. Durante décadas prevaleció la idea de que los países pobres lo éramos a consecuencia del de-sequilibrio externo, es decir, por comprar más de lo que vendíamos y endeudarnos más allá de nuestras posibilidades de pago. Además, vendíamos materias primas baratas y comprábamos productos industrializados caros. La solución fue industrializarnos mediante una estrategia proteccionista. El proteccionismo se convirtió de útil instrumento en dogma económico y en fuente de corrupción extrema, y ahora es considerado pecaminoso anatema. Aunque lo apliquen tranquila, cotidiana e impunemente los países con los que comerciamos, violando los acuerdos internacionales.
Ahora el dogma es la apertura comercial indiscriminada en aras de un mercado cuya racionalidad todo debe resolver. Dogma que implica que toda injerencia estatal es nociva y que el mercado asigna óptimamente la producción, los servicios, el comercio y hasta la política. Son los últimos 20 años muestra fehaciente, abrumadora, de las consecuencias fatales no de la política económica, sino de su aplicación dogmática, ciega, escasamente inteligente, sumisa. Se olvida que no es la presencia o ausencia del Estado o del mercado lo que importa, sino su eficiencia. Que en la mezcla inteligente de Estado y mercado muchos países han encontrado vías para desarrollarse notablemente mientras nosotros persistimos.
Hace 20 años entramos al GATT como preámbulo a lo que después fue el TLCAN. Hace 20 años España se incorporó a la Comunidad Europea y hoy están celebrando en Madrid su creciente alcance a los niveles de vida europeos. La diferencia con ése y otros países es precisamente nuestra cerrazón dogmática. Por eso tenemos un crecimiento por habitante no sólo ridículo, sino innecesariamente bajo: 0.44 por ciento en los últimos cinco años, como recién divulgó la Cepal.
Les puedo apostar que todos los candidatos prometerán la restauración del crecimiento económico y no es difícil que esta meta se convierta en un dogma económico más. A ninguna economía del mundo, y menos una tan rezagada como la nuestra, le duele crecer, pero hay que ir más a fondo para discernir qué tipo de crecimiento queremos y necesitamos. En efecto, no basta con que las economías crezcan. Más aún, los modelos económicos en boga presuponen que el crecimiento requiera cada vez menos mano de obra, es decir, menos empleo, porque confieren prioridad a las tecnologías más competitivas, las cuales bien sabemos que no ocupan gente y menos aún descalificada, como la que predomina en México.
Como hemos expuesto en este espacio repetidas veces, es no sólo posible, sino relativamente sencillo que la economía mexicana pueda crecer a tasas superiores a 5 y 6 por ciento y más, movilizando los recursos con los que ahora contamos mediante una política económica con metas económicas sociales más amplias que las que ahora existen, las cuales se restringen al combate a la inflación y a mantener la paridad cambiaria, que de suyo no son propósitos deleznables, pero que en la aplicación dogmática de la economía acaban por mantener la producción, el comercio interior, el empleo y la distribución del ingreso en condiciones de franco e innecesario estancamiento.
Con algo sí podemos contar. No recibiremos de Estados Unidos el trato preferencial que la Comunidad Europea dio a España, por ejemplo, ni tampoco es de esperar que la economía del norte arroje crecimientos notorios como para jalar a la mexicana. Vemos que, a pesar de la afluencia de inversiones extranjeras, la economía mexicana no crece. En otras palabras, el tema del crecimiento de la economía mexicana para los próximos, difíciles años, podrá nutrirse prácticamente sólo del esfuerzo interno, lo cual reclama desdogmatizar sus premisas actuales para asegurar que no sólo se logre crecer, sino producir, exportar y distribuir el ingreso para asentar un mercado propio sólido, pero al mismo tiempo justo. Esto conviene a todos: no sólo a los mexicanos de todos los sectores, sino a nuestros socios comerciales. A nadie sirve que la economía mexicana se siga rezagando respecto al resto del continente y del mundo.
Es difícil saber hasta qué punto los ahora candidatos hayan sido envueltos por los argumentos y los enviados del dogma, pero ellos y nosotros tenemos que preguntarnos si en verdad el país puede resistir otra dosis de "más de lo mismo" o acaso estemos ya al borde de "peor de lo mismo". Hay opciones. Siempre las hay en la economía, pero la decisión es estrictamente política y hay que tomarla sin ánimo rupturista ni de aislamiento, al contrario. Aprovechar lo que se ha logrado, así sea muy restringido, para adicionar elementos de política económica derivados de nuestra singularidad como nación, para ampliar el espectro de la economía de modo que sirva a la sociedad reivindicándola, y no la doblegue como hasta ahora. Dogmas ya no más, por favor.