Gajes y legajos
Las fracciones de segundo que haya durado el raudo paso del animal me bastaron para identificarlo. Sin embargo dudé de mi propio sentido.
-¿Qué fue eso? -volteé hacia el pórter del hotel montando guardia en guayabera blanca y el pelo aplacado a la Wildroot.
-Una zorra, señor.
No logré descifrar si su tono incluía o no la sorpresa, por lo que necesité una segunda pregunta.
-¿Es frecuente que crucen zorras por aquí?
-No señor, nunca -respondió el pórter con la misma ambigüedad impenetrable.
Crucé la veranda y el jardín hasta las escaleras del bar-terraza y hube de saltar el primer escalón para no pisar la iguana que aguardaba cualquier cosa de la noche sobre la roca aún caliente. El saurio, de sus buenos 80 centímetros, apenas parpadeó.
Voltaire esperaba detrás de un gin and tonic a punto de extinción con cara de pocas pulgas.
-Es mi segundo gin and tonic -gruñó con la sequedad que a su juicio merecían mis 35 minutos de retardo.
Extrajo de un portafolios de ésos para laptop un sobre con papeles y un estuche de disco compacto sin etiqueta de ningún tipo.
-Esta vez sí me metiste en problemas, chato.
Sabía perfectamente Voltaire cuánto le agradecía haberme conseguido el expediente completo, por lo que ahorré la palabrería y sólo:
-¿Cuánto más te salgo debiendo?
-Lo que me gusta de trabajar contigo -dijo Voltaire- es que cuando menos no te haces rosca para la paga. No dejes de checar las fotos, son más de 30.
Así entendí que íbamos a regatear. O te resignas o te rechingas, pensé para darme ánimos.
-Tres gordos -dije, excediéndome de sangre fría.
-¿Tú, Bruto? -me miró Voltaire con cara de profundo desencanto, como en un decir no mames y esa extrañeza de "cómo alguien tan honorable puede ser tan chueco y tan tacaño". Me mostré inflexible:
-No veo cómo si no.
-Cuatro y medio, y te estoy dando precio.
-Tres y medio -repliqué, haciendo como que le devolvía el legajo y el disco.
-Ni tú ni yo. Cuatro, y nos vamos de aquí tan contentos, y hasta te invito mis tragos, que te correspondería pagar si deveras existieran leyes en el libre mercado.
Esta clase de negocio con Voltaire es lo normal. Gajes del oficio, incidencias de andar en el talón de la vendimia. Inquietante, lo que se dice raro, había sido la zorrita en el lobby del hotel, una flecha peluda desde el hocico hasta la cola. Un animal en línea recta que atraviesa los halos de la luz entre dos sombras.
La luna llena allá arriba, abanicándose con las palmeras.
Cuando descendí las escaleras para salir, la iguana seguía en el primer escalón, tan pétrea y desdeñosa que me dieron ganas de patearla, pero me contuve.
En realidad hubiera pagado el doble a Voltaire de buena gana, pero me di el gusto de hacerle creer que me veía la cara.
Voltaire tuvo que seducir a alguien de muy arriba para obtener las pruebas, y me lo hizo saber como si eso aumentara el precio, pero no sería la primera ocasión que un pasaje de cama le robara el sueño. "A lo que te truje, Chencha". Tiene fama de poco exigente, además.
Cada quien sus métodos. Lo que haga Voltaire es cosa suya, pensé con la admiración distraída que cuando estoy de humor le profeso, esperando que Voltaire disfrute su trabajo como yo el mío.
Al traspasar el lobby, el pórter me alcanzó un buenas noches tan lejano y mecánico que no sentí la obligación de devolvérselo. Voltaire ordenaba ya un tercer gin and tonic. En cuanto a mí, el trabajo apenas comenzaba, no tenía tiempo que andar perdiendo en bares ni en hoteles. Mucho menos en ciudades como aquélla.