Editorial
Hacienda: el atraco de la gasolina
La disposición del Servicio de Administración Tributaria (SAT) de exigir que las facturas de gasolina deducibles de impuestos sean pagadas con tarjetas de crédito o débito o con cheques personales es una ofensa mayúscula a los contribuyentes y a la lógica comercial y monetaria.
Por principio, la medida resta validez al dinero en efectivo como medio de pago de curso legal en el país. Adicionalmente, obliga a los propietarios de gasolineras a adquirir terminales de punto de venta para validar las transacciones, y a los automovilistas, a hacerse clientes de una institución bancaria que les proporcione los plásticos o la chequera. Ello implica, de entrada, una considerable e injustificable erogación por comisiones de apertura de crédito o por manejo de cuenta. Adicionalmente, cada vez que los causantes efectúan sus pagos de combustible deben cubrir una comisión de 6 por ciento del monto de la factura, en promedio por el uso de la tarjeta o por la expedición del cheque.
La maniobra tiene una doble perversidad: por un lado, dificulta y desalienta la deducción de gastos en las declaraciones fiscales de los contribuyentes, es decir, penaliza de la manera más arbitraria y abusiva las maneras legítimas en que la ciudadanía está autorizada a efectuar un pago de impuestos regular en el que se reflejen sus percepciones netas; diríase, con esta complicación adicional para deducir gastos de operación, que Hacienda y el SAT pretenden maximizar la recaudación y aplicarla sobre los ingresos brutos, sin considerar los egresos necesarios para el desempeño de un trabajo remunerado o de una ocupación mercantil cualquiera.
Por otra parte, las autoridades hacendarias pretenden obligar a los ciudadanos a que se dejen desplumar por uno de los sistemas bancarios más rapaces del mundo. En efecto, de acuerdo con un reporte que se publica hoy en estas páginas, los bancos privados cobran en México, en promedio, cinco veces más por concepto de intereses y comisiones especialmente en el renglón de tarjetas de crédito de lo que cargan a los usuarios de sus países
de origen. Hacienda y el SAT ponen su poder de coerción al servicio de los departamentos de mercadotecnia de los bancos privados. Se establece, así, un impuesto a todas luces ilegal, adicional a las contribuciones por ingresos, que, para colmo, no va a las arcas públicas, sino que va a parar, íntegro, a manos de particulares.
Este atraco no hay palabra más precisa para nombrarlo se suma a los fraudes multimillonarios perpetrados por los propietarios de las instituciones bancarias en el pasado reciente, cuyos culpables, con la excepción de Jorge Lankenau y de algunos empleados menores, gozan de completa impunidad. Una vez más se confirman las tendencias de un gobierno que mima a los grandes delincuentes de cuello blanco, perdona las evasiones fiscales cuando representan grandes sumas de dinero y se aplica a fondo, en cambio, en la encarnizada persecución de pequeños contribuyentes morosos.
El pago de impuestos es una obligación ciudadana insoslayable, sin duda, y uno de los fundamentos de la viabilidad del Estado. Pero cuando se perpetran acciones tan indecorosas como este referido atropello a los consumidores de gasolina, o cuando se toleran desde las oficinas de Hacienda la corrupción y los desvíos de sumas astronómicas de las arcas públicas una práctica tan vigente en este sexenio "del cambio" como en los anteriores, los propios responsables de la recaudación desalientan el buen comportamiento fiscal y la buena fe de la ciudadanía.