Usted está aquí: martes 17 de enero de 2006 Opinión La Virgen de Guadalupe se fue de mojada

Luis Hernández Navarro

La Virgen de Guadalupe se fue de mojada

Juan Diego y la Virgen de Guadalupe son trabajadores indocumentados en Nueva York. Cruzaron la frontera, consiguieron chamba y se establecieron en la ciudad de la estatua de la Libertad sin problemas. Al menos, eso dice el presbítero Diego Monroy, rector de la Basílica de Guadalupe, que algo debe saber del asunto.

No son los únicas figuras milagrosas que se han convertido en mojados. La Virgen de Zapopan, según cuenta la investigadora Mary Louise Pratt, se marchó a Los Angeles en 1995 para atender los llamados de sus fieles. Desde entonces los visita anualmente. A partir de esa fecha existen tres versiones de la venerada: la original, la viajera y la inmigrante. (www.ncsu.edu/project/acontracorriente/)

De acuerdo con la profesora de la Universidad de Nueva York, el fenómeno se explica por la coexistencia entre el mito americano del inmigrante que busca una nueva vida olvidando sus orígenes y el relato del expatriado cuyo proyecto es mantener vivo su lugar de origen.

Se trata de un mito que tiene dentro de la sociedad estadunidense su correlato en la fábula del inmigrante delincuente, inasimilable, y de la migración indocumentada como obra exclusiva de mafias de polleros que ponen en peligro la seguridad nacional y la cohesión política y cultural de su país. Un relato al que se quiere añadir ahora la imagen de la frontera como tierra del terrorismo internacional y el crimen trasnacional.

El rechazo de los inmigrantes dentro de Estados Unidos, la patria del melting pot, no es impulso novedoso. Desde su surgimiento, la nación de las barras y las estrellas ha vivido una ambigüedad básica ante los llegados de otras tierras que buscan la prosperidad material, en el que lo mismo los reconoce como forjadores de un mundo nuevo que los considera un grave riesgo para su futuro.

Thomas Jefferson, redactor del borrador de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, ejemplifica esta anfibología. Defendió la idea de su patria como país de inmigración. Fue pionero en formular programáticamente "el derecho natural de todas las personas a abandonar el país en que por casualidad nacieron o adonde fueron a parar por cualquier otra casualidad, para ir a buscar la subsistencia y condiciones favorables de vida allá donde se encuentren o piensen encontrarlas".

Sin embargo, a pesar de ello, en Notas sobre el estado de Virginia, de 1782, expresó profunda desconfianza hacia la inmigración. Sin matices, Jefferson vio a los inmigrantes provenientes de monarquías absolutistas como un verdadero caballo de Troya, un peligro a la original forma de gobierno de Estados Unidos, pues son sospechosos de traer consigo "los principios de gobierno del país que acaban de dejar, y que son los principios que han mamado, o en caso de renunciar a ellos, lo harán normalmente para trocarlos por el más extremo libertinaje".

Otro de los llamados padres fundadores de Estados Unidos, Benjamín Franklin, advirtió el peligro de que los expatriados alemanes que llegaron a territorio estadunidense se infiltraran y llegaran a ser mayoría. Años después el presidente Woodrow Wilson insinuó que "los países del sur de Europa estaban desprendiéndose de los más sórdidos y desgraciados elementos de su población".

La disyuntiva que vive la sociedad estadunidense y su clase política entre la aceptación y el rechazo de los inmigrantes proviene, en parte, del dilema que nace de requerir mano de obra para el funcionamiento de su economía, pero no poder separarla de las personas de carne y hueso que llegan a su territorio. Los trabajadores disciplinados y productivos que levantan cosechas y mantienen en funcionamiento los servicios a bajo costo se transforman, al final de las jornada, en los "latinos feos" a los que no quieren ver en sus vecindarios o haciendo uso de sus hospitales o escuelas.

Sin embargo, en los últimos años el dilema ha comenzado a resolverse privilegiando la exclusión y el racismo. La propuesta HR 4437 es el último eslabón de una cadena que apuntala el clima xenofóbico.

¿Qué busca realmente Washington con la iniciativa? ¿Proteger su territorio de ataques terroristas? ¿Desea construir un cordón sanitario que resguarde su país de la invasión no tan silenciosa de los nuevos bárbaros? ¿Se trata, tan sólo, de acciones legislativas que responden al avance de la derecha fundamentalista?

Más que cerrar herméticamente la frontera, la propuesta busca establecer un sistema de esclusas que promueva la incorporación del trabajo migrante en condiciones de "ilegalidad".

Consiste en un recurso que permite llevar la flexibilidad laboral a niveles aún mayores de los actualmente existentes, reduciendo la capacidad de negociación del trabajo indocumentado frente al capital, limitando al mínimo sus posibilidades de inclusión en la sociedad estadunidense. La estigmatización del inmigrante tiene como función controlar aún más el mercado laboral. Después de todo, los sin papeles siempre son remplazables.

Y, más aún, al hacer del moderno éxodo mexicano un asunto de seguridad nacional, Washington cierra la pinza abierta por la Ley Patriótica dentro de su territorio. Los expatriados se convierten en un insumo fructífero para la fabricación del miedo. De ambos lados del futuro muro se limitan libertades y derechos. Al convertir la política migratoria en un apartado de la guerra contra el terrorismo, se extiende a la primera la misma excepcionalidad en el respeto a los derechos humanos que se ha aplicado a la segunda.

La ofensiva va en serio, y las declaraciones del embajador Antonio Garza así lo corroboran. Quienes desde México llaman a no envolverse en la bandera nacional ante el asunto son los mismos que, desde siempre, buscan obsequiosos la aprobación imperial.

El desafío requiere una respuesta enérgica, para la que los buenos oficios de Juan Diego y las Vírgenes de Guadalupe y de Zapopan desgraciadamente no son suficientes.

 
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