Nunca más... nunca más
El legendario clarinetista Giora Feidman surge de la penumbra y transita por los pasillos de Bellas Artes tocando su instrumento, que por momentos es la voz del cantor de la sinagoga, y después es el llanto nostálgico del músico klezmer errante por los páramos de la Europa Oriental, y enseguida es el bíblico llamado del shofar, y finalmente es la voz del creyente que examina sus votos en la plegaria del Kol Nidrei. Así se inició, la noche del martes, Nunca más, la conmemoración del 60 aniversario del Holocausto, concebida y realizada por Orly Beigel con la intención de convertir en un memorial colectivo su propio duelo personal.
En el otro extremo, la sesión concluyó con la ejecución de la última parte de la Segunda sinfonía, Resurrección, de Gustav Mahler. Bajo la dirección de Elli Jaffe, la Orquesta Sinfónica de las Américas y el Coro del Teatro de Bellas Artes, con la soprano Olivia Gorra y la mezzosoprano Denyce Graves, como solistas, interpretaron un Mahler correcto y pulcro, bien perfilado y bien desarrollado, pero nunca conmovedor, nunca apocalíptico, nunca exacerbado, nunca desgarrador. En el contexto de la ocasión, este himno mahleriano de fe y renacimiento (y finalmente, de amor) merecía, ciertamente, un arrebato emotivo que ninguno de los intérpretes supo, quiso o se atrevió a proponer y realizar. Buena parte del público lo sintió así y la apoteosis que suele seguir a una ejecución de la Resurrección de Mahler nunca se materializó, por lo que la noche terminó en un ámbito de cierta frialdad.
Los momentos más poderosos y efectivos de esta conmemoración ocurrieron entre sus dos extremos, gracias particularmente a la presencia de dos mujeres que, amén de grandes artistas, son personas de una inteligencia y una sensibilidad notables, comprometidas con un ideario entrañable: Laurie Anderson y Ute Lemper. Al cobijo del hipnótico acompañamiento pianístico de Philip Glass interpretando su propia música, Anderson realizó un potente alegato en contra de la amnesia y la sordera. Y como un perfecto reflejo de ello, Ute Lemper abogó por la memoria y la esperanza.
Como era lógico suponer tratándose de dos artistas de esa talla, tanto Laurie Anderson como Ute Lemper extrapolaron las iniquidades del Holocausto perpetrado más de medio siglo atrás para referirse, con claridad meridiana, a las iniquidades (numerosas y terribles, por cierto) que se perpetran en nuestro propio tiempo en nombre de soberanías, seguridades, ideologías y consideraciones raciales y geopolíticas injustificables. Con esta línea de conducta, Anderson y Lemper dieron su verdadero sentido actual y trascendente a la conmemoración, con su emotiva convocatoria a recordar y reflexionar esa historia para evitar repetirla.
Tampoco fue casualidad que ambas, cada una dentro de un discurso muy personal, mencionaran a la mentira oficiosa, la mentira que viene desde el poder, como uno de los catalizadores principales de los horrores que se cometen en nombre de ''causas" indefendibles. ¿Suena familiar? ¿Suena actual? La personificación que hizo Ute Lemper del exilio, y su lúcida referencia al estado de ánimo de la República de Weimar, resultaron elementos particularmente aptos para la reflexión.
Otro de los participantes fue el violinista Shlomo Mintz, quien interpretó la intemporal música de Juan Sebastián Bach y el cálido retrato de la vida hasídica realizado por Ernest Bloch. La parte musical de este memorial fue complementada por diversos elementos audiovisuales, incluyendo una rica y variada iconografía proyectada en el fondo del escenario, así como una dolorosamente prolongada enumeración de nombres y lugares, los nombres de las víctimas, los lugares de la ignominia.
Más allá de la diversidad de los resultados musicales, más allá de la presencia multitudinaria de un público más interesado en socializar que en reflexionar, esta sesión artística sí funcionó como una convocatoria a asumir la esencia de su motivación primera para decir, categóricamente, Nunca más.
Nunca más el Holocausto de este pueblo, ni de ningún otro. Nunca más los muros, las alambradas, los hornos y las cámaras de tortura, ni las de entonces ni las de ahora. Nunca más el exilio, la diáspora y la errancia de los hijos de David, ni de los hijos de ningún otro padre. Nunca más el genocidio y la limpieza étnica al amparo de la esvástica, ni de la cruz, ni de la media luna, ni de ningún otro símbolo de la intolerancia, la exclusión y la opresión. Nunca más.