Usted está aquí: jueves 26 de enero de 2006 Opinión ANTROBIOTICA

ANTROBIOTICA

Alonso Ruvalcaba

Tres mercados chilangos

QUE GÜEVA LOS mitos que circulan alrededor del mercado mexicano. Dicen: encuentras todo, o mira qué colores, o huele nada más. Como sabe cualquier chef con cierta capacidad crítica, la verdad es que en el mercado se repiten mil veces los mismos ingredientes, que además viven lejos del mejor momento de su madurez. (Tal vez propiciaron esa mitología las crónicas cortesianas, los apuntes de Bernal Díaz del Castillo y, mucho después, la llegada de turismo fotográfico que ha terminado en libros y calendarios y se ha empeñado en ver en cualquier huipil una obra de arte y en toda quesadilla la cúspide de la cocina mexicana. No son ni lo uno ni lo otro, esa es la verdad.) Algunos se salvan, y no siempre por comestibles.

COMO EL TIANGUIS de la Guerrero, que se pone los domingos, donde yo, la neta, he sido feliz muchas veces. Es divertido, curioso, "folclórico", y tiene el agregado de requerir cierta sangre fría: empieza sobre un fachosísimo Paseo de la Reforma, frente a Relaciones Exteriores, y termina sobre el Eje 1 Norte. Gastronómicamente no existiría si no fuera por el par de deliciosos puestos de semitas que puedes encontrar: una suerte de sandwich entreverado en un pan ligeramente dulce de Puebla, que trae chile chipotle encurtido, aceite de oliva, queso de Oaxaca deshebrado, queso de puerco (de preferencia), pápalo amarguito y polvos mágicos (sal, pimienta y algo más). Lo más divertido son los puestos de antigüedades y chácharas, que te permiten asirte a un momento heroico u hondamente fiel o sencillamente memorable... Por ejemplo, periódicos de la resistencia francesa publicados en México durante la ocupación nazi, en francés y en español, que demuestran que no siempre estuvimos en el hoyo; discos en vinilo de vejez imposible, donde se puede oír la respiración de Pau Casals tras el cello (en los seis conciertos de Mozart, en su año; à propos: vale la pena no perderse los 52 tips para escuchar al gran jefe, que se presentan mañana en la Carlos Chávez de la UNAM a las tipiquérrimas seis de la tarde), rarezas de todo tipo y esa alucinante forma del arte popular que son los exvotos, breves pinturas realizadas para agradecer un milagro o una sanación, encantadoramente atribuladas de faltas de ortografía y sintaxis excéntrica ("Yo nací y cresí con esta controbercia sexsual").

LA MERCED, ANTES de la llegada de la espantosa Central de Abastos, fue el mercado central de México. Para muchos aún lo es. Comenzó a erigirse en 1862, en el predio que ocupó el convento de La Merced (un edificio del siglo XVII), y se inauguró en 1880, aunque el que nosotros conocemos data de 1957. Es gigantesco, inquietante, formicante con m: flores, frutas, mil variedades de papas (literal, no metafóricamente), chiles secos, un corredor de locales que son también cocinas, donde sí puedes hallar quesadillas sensacionales, caldos de gallina levantamuertos, pescaditos de un par de centímetros cocinados en hojas de maíz. Es un microcosmos del DF, una suerte de espejo quebrado de la ciudad. A Borges lo inquietaban unos versos de López Velarde (ya se sabe: Suave patria, vendedora de chía: / quiero raptarte en la cuaresma opaca / sobre un garañón, y con matraca, / y entre los tiros de la policía); alguna vez el buen JLB le preguntó a Octavio Paz a qué sabía la chía (la palabra es hermosísima). Paz, sin poder resistirse a la cursilería y tal vez esperando una ovación tras su "hallazgo", le respondió: "Es un sabor terrestre." Jeje. No hay una mejor forma de comprobar la veracidad o la falsedad de esa jaladota que bebiendo agua de chía con limón en uno de nuestros grandes puestos de aguas frescas, ese arte que vive a la orilla de un cantil, a punto de caerse. Está, obvio, en La Merced; no tiene nombre pero he aquí un tip: puerta 21, pasillo 3.

UNAS CUADRAS AL SUR de La Merced está el mercado más insano de México, y tal vez de Occidente. Al principio parece una plaza de juguetes: imitaciones tóxicas de Barbie, leones de Narnia al por mayor, cualesquiera imágenes de lo que se te ocurra: el ridículo Chavo del Ocho, la Dama y el Vagabundo, Bob Esponja, Dragon Ball... Pronto se convierte en un alucinado festival del kitsch. Por los corredores pasan saleritos para bautizos, zapatillas para la niña cuyos padres la han sometido a la crueldad de la primera comunión, tristes souvenirs blancos de una boda que, tras el divorcio de siempre, descansarán en la vitrina ajada de una tía necia... Después el mercado se vuelve otra cosa. Como si nada empiezan a mirarte imágenes, muñecos vudú, diablos, ángeles caídos, muertos, cabezas encogidas, mujeres que te ofrecen limpias o "un trabajo" -traerte el amor, demoler a tu enemigo, desatarte por fin del potro de los celos-, polvos y lociones de amor o de dinero o de odio. Da miedito. El mercado de Sonora recuerda a la infancia de México, ese tiempo en que las palabras funcionaban también como encantamientos y la lluvia o el Sol o la muerte eran dioses en que sí se podía creer. Yo voy nomás para impedir que también ese mundo desaparezca.

http://antrobiotics.blogspot.com y [email protected]

 
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