EJE CENTRAL
Cartas del norte
Para mi familia, emigrante del campo a la ciudad, las cartas siempre tuvieron un valor extraordinario. Separados de nuestro medio, atónitos ante la metrópolis, confundidos entre las decenas de habitantes de la vecindad adonde llegamos a vivir, la correspondencia de mi abuela era nuestro único soporte, la tabla de salvación, la constancia de que existíamos.
A media mañana el cartero se anunciaba con su silbato. Entre el alboroto de los perros, salíamos al zaguán ansiosos de recibir uno de aquellos sobrecitos con el nombre de mi padre, acompañado de una línea que hoy resulta sexista: "y señora".
Aunque deseábamos conocer el mensaje de mi abuela, teníamos que esperar a que mi padre regresara a la casa porque a él, como destinatario principal, le correspondía la primera lectura. El papel rayado en que estaba escrita la carta era como un bastidor por donde iban entretejiéndose los hilos de la vida que habíamos dejado atrás.
Mientras desdoblaba la carta observábamos a mi padre con la avidez del espectador que espera el momento en que se descorra el telón y aparezcan los actores que van a transportarlo a otro mundo, otra vida, otro tiempo. En silencio escuchábamos la lectura de las cartas, que tenían un principio invariable: "Espero que al recibir la presente se encuentren bien de salud, como nosotros por acá, a D.g. De novedades les cuento que..."
Allí comenzaba el inventario de hechos minúsculos que para nosotros eran de la mayor importancia: la compra de un animal, los preparativos para una fiesta, un viaje a San Luis Potosí para consultar al médico, una lluvia inesperada, la visita de un forastero, un rumor.
Las referencias eran tan breves como las vistas que tiene el viajero cuando mira el paisaje por la ventanilla del tren; sin embargo, sumadas a los recuerdos, nos permitían reconstruir nuestro mundo, incorporarnos a su ritmo, dialogar a distancia con nuestros conocidos, sentirnos todavía en nuestra tierra: su olor impregnaba el papel y allí volvíamos a encontrar nuestras raíces.
II
Ignoro el motivo, pero las cartas sólo abarcaban el anverso de una hoja -excepto cuando aludían a fallecimiento, raptos o aclaraciones de malentendidos- y terminaban siempre con la misma fórmula: "Sin más por el momento y en espera de sus prontas noticias, se despide quien implora para ustedes todas las bendiciones de Dios". Esa frase nos devolvía a nuestra realidad.
Durante un buen rato, igual que los espectadores de una obra teatral o una película, comentábamos las noticias enviadas por la abuela: sabia en todo lo relacionado con la tierra y la crianza de animales, nunca aprendió a escribir. Dictaba la correspondencia a alguna de sus cuatro hijas. Por eso los mensajes tenían el ritmo de una conversación.
Obedientes a la súplica de pronta respuesta, mi madre era la encargada de referirle a la abuela nuestras novedades: un paseo hasta la Villa, una ida al cine, un escándalo en la vecindad, nuestros progresos en la escuela, las dificultades económicas, la visita al Monte de Piedad, las amenazas de desalojo, la desesperación de mi padre ante el hecho de no encontrar empleo.
Sin estudios, campesino de toda la vida, habituado a sus jornadas al aire libre y a no tener patrones, sus esfuerzos resultaban siempre inútiles. La frustración lo conducía a la ebriedad. En sus delirios alcohólicos hablaba de su eterno sueño: volver al pueblo, al campo, a trabajar la tierra; en sus conversaciones se refería al ansia por vencer las asperezas y la cerrazón de la ciudad.
Un vecino, carnicero de oficio, le comentó que estaban dando permisos temporales para trabajar en Estados Unidos y le sugirió que se fueran juntos. Acorralado por la miseria y por las deudas, mi padre aceptó la invitación. Sin conocer el idioma, sin dinero, sin ropa adecuada, emprendió el viaje hacia Chicago, donde había probabilidades de trabajar en una armadora de automóviles. Fuimos a despedirlo a Buenavista, la estación por donde habíamos llegado del pueblo, y allí mi madre hizo un último intento para convencerlo de renunciar a sus planes. El sólo prometió que le escribiría.
El tren a Laredo se detenía unos minutos en la estación de mi pueblo. Mi padre le entregó una carta al administrador, antiguo conocido, y le pidió que nos la enviara a la ciudad de México. Hasta la fecha ignoro el contenido de aquel primer mensaje, porque mi madre nunca nos lo leyó. Imagino que aludía a su vida en común, su intimidad, sus temores ante lo desconocido, la ilusión del reencuentro: todo eso pudo caber en una sencilla hoja de papel metida en un sobre.
III
La estancia de mi padre en Chicago fue breve. Cada semana recibíamos una carta suya. Empezaba con la fórmula usada por mi abuela y también aludía a insignificancias. Para nosotros eran valiosísimas, porque nos permitían imaginarlo en un ambiente desconocido y acompañarlo en sus difíciles aventuras, compartir su asombro ante el "confort" simbolizado por la calefacción y los elevadores, adueñarnos de su felicidad casi infantil cuando descubrió que en las cafeterías se obsequiaban donas a los parroquianos.
Esa generosidad no fue obstáculo para que mi padre se quejara de la comida. "Me sabe a trapo", escribía, y enseguida manifestaba su ilusión de probar algún platillo hecho por mi madre, donde se mezclaran los sabores del chile y del maíz. A través de la referencia él volvía a sentirse en casa y nosotros, al leerla, experimentábamos la sensación de que seguíamos compartiendo su mesa.
Entre una carta y otra nos mandaba postales. Impresas en una cartulina entramada como una tela de cuadrillé, muy coloridas, mostraban jardines, edificios importantes, calles invariablemente arboladas y húmedas. Nos gustaba imaginar que mi padre había pasado por allí rumbo a la oficina de correos para enviarnos la postal.
Mi abuela también recibía noticias de mi padre. Nos las comentaba en sus cartas y a su vez mi madre le resumía los mensajes llegados desde Chicago. Los contenidos eran los mismos, las versiones diferentes: el trasfondo de unas cartas era la vida en el pueblo; de las otras, el estruendo de la gran ciudad.
Aquel intenso ir y venir de cartas extendió los alcances de la conversación doméstica y tejió una red de comunicaciones por donde podíamos viajar y mantenernos unidos a miles de kilómetros de distancia: todo por el módico precio de una estampilla.
IV
La estancia de mi padre en Chicago fue un fracaso. Regresó con algunos dólares y escasos regalos: unas medias de raya para mi madre, fotos de beisbolistas para mis hermanos y moños de falla para mi hermana y para mí. En su equipaje estaban las cartas que mi madre y mi abuela le habían escrito.
Durante mucho tiempo mi padre sólo habló de su experiencia en Chicago: desde el desconcierto y las humillaciones en la armadora de automóviles hasta sus desventuras en la calle. Una lo afectó en particular: el hecho de que algunos paisanos negaran su origen mexicano y fingieran no hablar español.
Cuando se le olvidaba algún detalle de sus vivencias en el extranjero le pedía a mi madre las cartas enviadas por él. La lectura en voz alta de algunas líneas era suficiente para que él pudiera completar su narración y llevarnos, en un viaje imaginario, de vuelta a Illinois.
A fuerza de repetirla, la crónica se desgastó. También desaparecieron las cartas en las que mi padre nos describía los rigores del invierno, la silenciosa belleza de la nieve, su nostalgia por la familia y por la tierra. Todo eso pudo caber en una sencilla hoja de papel enviada en un sobre.