Principios vs. intereses
México ha entrado en un momento en que -salvo falta imperdonable- ya no vale la pena denunciar los desprecios, alteraciones y deformaciones que se han infligido a su política exterior. La tarea del momento debe ser la restauración, levantamiento y montaje de la política exterior que debe seguir el país en la etapa posneoliberal que ya está a la vista. Algo por lo que se podría empezar sería aclarar ciertas confusiones en el vocabulario que ha propiciado la discusión pública acerca de la orientación que debe tener nuestra actividad internacional.
Cuando los alegatos entre los devotos de la mano mágica del mercado y los autárquicos de izquierda se centran en la política exterior, suelen argumentar los primeros por una política de intereses mientras los segundos apelan a una política de principios.
En realidad la política de intereses se contrapone a la de principios solamente si se le da al término intereses el significado de pragmatismo, por los efectos prácticos y el provecho material inmediato que produce y, por su parte, los principios se entienden como reglas inflexibles y desconectadas de la realidad que terminan siendo una fastidiosa impedimenta. Mal por ambas partes.
En la jerga de los internacionalistas se entiende por interés nacional, en primer lugar, el imperativo de seguridad propio de cada Estado. V.g.: Estados Unidos inscribe en su interés nacional tener bombas atómicas; en el de México está el no tenerlas.
Una forma más programática de expresar el interés nacional consiste en determinar los objetivos nacionales, los que pueden ser permanentes y generales, como son la seguridad y el desarrollo, o más específicos, como el desarrollo humano y el crecimiento económico. Pueden ser también circunstanciales, como para Estados Unidos es acabar con sus enemigos terroristas dispersos por el mundo y para México atenuar la emigración de sus nacionales.
El interés nacional también se puede conjugar con los objetivos nacionales y a veces con metas muy inmediatas. Así, Estados Unidos tiene como interés nacional mantener su preminencia sobre el resto de los integrantes de la comunidad internacional, mientras que un objetivo nacional mexicano es mejorar el índice de desarrollo humano de su población. También cuentan los simples anhelos o las verdaderas aspiraciones de sus respectivos pueblos: que en Estados Unidos se legalice la mariguana, como se hizo con el alcohol, podría calificar como un anhelo de buena parte de su población, en tanto que en México que se elimine la tortura, como planteó el Generalísimo en Los sentimientos de la nación, es una largamente pospuesta aspiración nacional. Pero sólo calificarían como intereses u objetivos si el respectivo gobierno los sancionara incluyéndolos en sus proyectos y programas.
Una sutileza significativa entre ambos enunciados está en que los intereses se defienden y se preservan mientras los objetivos se procuran y se alcanzan. Por eso Estados Unidos puede decir que no tiene amigos, sino intereses, cuando para México carecer de enemigos es un interés primordial.
Como se ve, aunque los vocablos intereses y objetivos son más o menos sustituibles entre sí, para México resulta más pertinente referirse a los objetivos nacionales que a los intereses. De esa manera la articulación entre los objetivos y los principios resulta casi automática, pues éstos se refieren exclusivamente a la manera de alcanzar los objetivos.
La doctrina de la política exterior mexicana, con su divisa "el respeto al derecho ajeno es la paz", encierra la posición nacional frente al orden internacional vigente, el unipolar, que descansa precisamente en la falta de respeto y observancia del derecho internacional y de cualquier orden jurídico que no sea el propio del hegemón.
Seis de los siete principios normativos de la política exterior indican al Ejecutivo cómo procurar los dos objetivos permanentes en materia de seguridad que México requiere para desenvolverse eficazmente en el seno de la comunidad internacional: soberanía y paz. Tres soportan la soberanía: el primero, afirmando la realización del proyecto nacional mediante la vigencia del principio de autodeterminación; el segundo, impidiendo las invasiones a la jurisdicción esgrimiendo el principio de no intervención, y el tercero: propicia la equidad en la vida de relación apelando a la igualdad jurídica de los estados. Tres más, abonan por la paz: el cuarto, descartando el conflicto y dando solución pacífica a las controversias; el quinto, cultivando la armonía al proscribir la amenaza y el uso de la fuerza de las relaciones internacionales, y el sexto, participando activamente en la lucha por la paz y la seguridad internacionales.
El séptimo de nuestros principios de política exterior meramente apunta a todo el capítulo del que carece nuestra doctrina: el del desarrollo. Se prescribe la cooperación internacional, pero débilmente. Nos falta dirección clara en cuanto a cómo enfrentar y atender la responsabilidad que toca a México en los asuntos del mundo y de la humanidad, y nos resulta apremiante la necesidad de aprender a sacar provecho y rendimiento de nuestros trabajos, productos y aportaciones a la economía internacional. Tentativamente se podrían sugerir como el octavo principio el fomento internacional del desarrollo humano; como noveno, la promoción de un orden internacional sujeto a derecho; el décimo podría ser la preservación internacional del medio ambiente; el decimoprimero, la regulación mundial del comercio justo, y el decimosegundo, el impulso a la convergencia cultural de la humanidad.
El primer capítulo de nuestra doctrina, el de la seguridad, resulta de las lecciones de la historia. El segundo, el del desarrollo, requiere un ejercicio inductivo a partir de la realidad actual, que quepa en el proyecto alternativo de nación.