De racismo
R aza es una categoría útil para clasificar perros, no seres humanos. El afán histórico y prehistórico de estos últimos por entremezclar sus cargas genéticas es tan acendrado como el empeño de mantener inmaculado y puro el DNA de algunas especies domésticas. Por eso, con algunas excepciones (islandeses y una que otra tribu amazónica y africana) hace muchísimo tiempo que en el mapa humano los conglomerados raciales propiamente dichos se han disuelto en una sopa mundial de mitocondrias traslapadas. Y cuando se dice que Evo Morales es el primer indio que llega a una presidencia latinoamericana la referencia no es biológica, sino social y cultural: nadie cuya lengua materna fuera el guaraní o el mixteco, y que experimentara un sentido de pertenencia a esos idiomas, o a cualquiera de los miles de lenguas americanas anteriores a la conquista, había presidido, antes del 22 de enero de 2006, alguno de los estados nacionales de este continente.
En esa lógica tiene razón Mario Vargas Llosa cuando escribe que "más que raciales, las nociones de 'indio' y 'blanco' (o 'negro' o 'amarillo') son culturales, y están impregnadas de un contenido económico y social" (...) "Un latinoamericano se blanquea a medida que se enriquece o adquiere poder, en tanto que un pobre se cholea o indianiza a medida que desciende en la pirámide social." Y eso es lo único cierto que dice su artículo dedicado a "la izquierda boba", publicado en La Nación de Buenos Aires (http://www.lanacion.com.ar/773706) y en el que advierte un fenómeno terrible: "Gracias a personajes como el venezolano Hugo Chávez, el boliviano Evo Morales y la familia Humala en el Perú, el racismo cobra de pronto protagonismo y respetabilidad y, fomentado y bendecido por un sector irresponsable de la izquierda, se convierte en un valor, en un factor que sirve para determinar la bondad y la maldad de las personas, es decir, su corrección o incorrección política".
Tal vez las acusaciones del novelista peruano por lo que respecta a "la familia Humala" no sean del todo falsas, y acaso Hugo Chávez, en uno de sus abundantes delirios verbales, haya expresado en alguna ocasión algo semejante a lo que le imputa Vargas Llosa. Pero Evo Morales no es racista. Y tampoco es un indio genéticamente puro, porque no existen purezas de tal clase. Sin embargo, el escritor peruano pretende que ni siquiera es indígena cultural "aunque naciera en una familia indígena muy pobre y fuera de niño pastor de llamas. Basta oírlo hablar su buen castellano de erres rotundas y sibilantes eses serranas, su astuta modestia (...), sus estudiadas y sabias ambigüedades ('el capitalismo europeo es bueno, pues, pero el de los Estados Unidos no lo es') para saber que don Evo es el emblemático criollo latinoamericano, vivo como una ardilla, trepador y latero, y con una vasta experiencia de manipulador de hombres y mujeres, adquirida en su larga trayectoria de dirigente cocalero y miembro de la aristocracia sindical". Para resumir: Evo no es indio, sino naco como diríamos en buen mexicano, y es ese horizonte cultural el que resulta perturbador y molesto al señorito de Miraflores. En todo caso, no es culpa del actual presidente de Bolivia que Vargas Llosa, por malintencionado o por ignorante, califique de "estudiada y sabida ambigüedad" la distinción entre el capitalismo estadunidense y el europeo. El novelista habría podido echar, por ejemplo, una ojeada al libro de Michel Albert, entre otros muchos (Capitalismo contra capitalismo) para enterarse de que entre las economías europeas y la de Estados Unidos hay algo más que un matiz de diferencia.
Más allá de racismos reales o supuestos, en América Latina existe, en los hechos, una generalizada estructura de segregación, semejante a la que padecieron los negros en Sudáfrica hasta los primeros años noventa, o en Estados Unidos hasta los sesenta, contraria a los pobres y a los indios (ocurre que éstos, en su inmensa mayoría, son pobres). Se trata de usos y costumbres nacionales que casi nunca están codificados, que no son necesariamente explícitos, pero que son omnipresentes. Un ejemplo: si se logra encontrar a un hablante de una lengua autóctona en cualquier hospital de lujo de la ciudad de México o de Lima, es casi seguro que se trate de un empleado de limpieza y no de un paciente o de un médico. No todos los pobres son indios y casi todos los indios son pobres: unos y otros, o los mismos, tienen sus propios centros hospitalarios en los que escasean las medicinas, hay que hacer cola para todo y, desde luego, no hay pisos de mármol, sino, si bien les va, de cemento crudo. En Bolivia, o en México, o en Guatemala, o en Brasil, la distribución del poder político, la riqueza económica, la tierra, la educación y la cultura, no reflejan la proporción demográfica entre indígenas y no indígenas, y en ninguna de esas naciones se había permitido, hasta el pasado 22 de enero, que un indio que se asumiera como tal llegara a la Presidencia.
Desde luego, a Vargas Llosa esta circunstancia no le causa indignación. Es más: el simple hecho de molestarse por esa discriminación estructural y monstruosa le resulta un síntoma suficiente para diagnosticar pertenencia a "una izquierda en América Latina que resucita los monstruos de la raza, la bota y el nacionalismo". Ocurre que él es moderno, humanista y cosmopolita, y que el racismo no va con él.