Trasplante de cara
Isabelle Dinoire ingirió una pesada dosis de barbitúricos y se durmió. Cuando despertó intentó encender un cigarrillo, pero no lograba retenerlo entre los labios. Entonces vio un charco de sangre en el piso, sintió que algo fuera de lo normal ocurría con su cara, fue a mirarse al espejo y descubrió que su nariz, su boca y su barbilla habían desaparecido. El perro de la mujer, desesperado porque ésta no daba signos de vida, le había mordido la cara en un intento por despertarla. En circunstancias mucho más difíciles que las anteriores a su intento de suicidio, Isabelle hubo de resignarse a seguir existiendo, sin posibilidades de masticar ni de respirar por las fosas nasales, y durante mes y medio se negó a salir de su casa por miedo a espantar a los demás.
El milagro: al poco tiempo apareció en los registros públicos el cadáver de una suicida filantrópica y triunfante en su tentativa que, antes de irse de este mundo, ordenó la donación de todos sus órganos, y los estudios realizados por los médicos indicaron que los tejidos del rostro podrían ser compatibles con el organismo desfigurado de Isabelle. No se ha dicho hasta ahora cuánto costó el trasplante de media cara, pero se sabe que duró casi 24 horas y que se realizó en tres hospitales distintos: el de Amiens, el de Lyon y el Universitario de Bruselas. Ayer, a dos meses de realizada la operación, Isabelle fue presentada a los medios, ante los cuales habló, leyó un texto que llevaba preparado, bebió un vaso de agua y ensayó un esbozo de sonrisa rodeada de cicatrices.
El equipo de especialistas que realizó la hazaña está feliz. Se afirma que la mujer logrará en unos meses más dominar a plenitud los músculos que todavía le son un poco ajenos, y ya se ha solicitado autorización para realizar cinco intervenciones quirúrgicas similares.
Occidente ha logrado con éxito meter el bisturí en los entresijos de la identidad. De hecho, una de las principales objeciones que generó el trasplante de Isabelle se refería al impacto sicológico que habría de padecer la paciente cuando se viera al espejo y fuera capaz de reconocerse, y a los traumas que podrían causarle unos rasgos faciales que no eran los que la habían acompañado, hasta entonces, a lo largo de su vida.
Mientras la feliz recuperación de esta ciudadana de la Unión Europea sigue su curso, Europa y Estados Unidos continúan actuando ante el mundo islámico como podadora en una tienda de cristales o como Frankenstein en la habitación de los niños: provocan, rompen, hostigan y asustan con sus caras de enemigos implacables. George W. Bush recorta el gasto en educación y salud para multiplicar la inversión en máquinas de muerte, el Consejo de Seguridad de la ONU impone al desarrollo nuclear de Irán trabas que no puso nunca a las autoridades indias, israelíes y paquistaníes, y se da trato de apestado al inminente gobierno palestino. Y por si no fuera suficiente, a un danés trepanado se le ocurre dibujar a Mahoma con una bomba en el turbante, y a otro, igualmente vaciado de sustancia de la bóveda craneana, le da por publicar el dibujo.
Bien harían los estadistas europeos y estadunidenses en pedir auxilio a los cirujanos que dieron a Isabelle un nuevo rostro. Occidente necesita una nueva cara. Le urge. Está empezando a asustar en serio al resto del mundo.