Los cruzados
Roberto Calderoli, actual ministro del gabinete italiano, pidió anteayer al papa Benedicto XVI retomar el espíritu de las Cruzadas -que dominaron la vida religiosa europea entre los siglos IX y XIII- para hacer frente al "odio que se ha desencadenado entre los pueblos musulmanes contra Occidente". Calderoli, una figura de por sí incendiaria en la escena romana, respondía así a una pregunta que la mayoría de los italianos -y no sólo ellos- se hacen hoy en día: ¿qué fuerzas enervantes y explosivas se han apoderado del mundo islámico para que a uno de sus creyentes le parezca "natural y necesario" ultimar, a cielo abierto, a un cura católico, como las que movieron al asesino de Andrea Santoro, sacerdote italiano, el domingo pasado en Turquía? Todo menos inocente, Calderoli sumó la indignación por la muerte de Santero a los saldos del estupor dejado por una semana de movilizaciones fundamentalistas en las capitales del mundo musulmán para vengar la afrentra de la publicación de unas caricaturas del profeta Mahoma en un periódico danés.
Al escuchar a Calderoli, político de la derecha italiana, y a su extremo equivalente, los imanes que instigaron -desde Ankara hasta Cabal- a los creyentes del Corán a incendiar las embajadas danesas, uno se pregunta si no había, para el infortunio general, un gramo de razón cuando se definió al mundo de la posguerra fría como la arena de un "choque entre civilizaciones".
Al menos, el "mundo" visto a través de los ojos (y de la manipulación) de esos extremos del espectro político.
El Papa respondió de una manera, en cierta medida, predecible. Lamentó el radicalismo islámico, pero convocó a ampliar el "diálogo interreligioso" para "buscar por la paz lo que la guerra ha hecho imposible". Sobre el tema de las caricaturas fue más que moderado: "El derecho a la libertad de prensa y de expresión -justificado argumento del gobierno danés para no aplicar sanciones al periódico en discordia- no puede implicar el derecho a ofender el sentimiento religioso de los creyentes". Nunca se sabe qué aguas terminan en qué molino. ¿No acaso la prensa occidental ha satirizado sin cesar a la religión y sus símbolos desde que la pluma de Voltaire nos enseñó cómo hacerlo en el siglo XVIII? El Parlamento Europeo y la Casa Blanca fueron igual de comedidos en el agravio a Mahoma. ¿Qué más dan unas caricaturas para mostrar magnanimidad pública y tolerancia religiosa?
En rigor, la cruzada occidental se inició en 1990, después de la caída del Muro de Berlín, cuando la antigua Unión Soviética mostró que era incapaz de sostener sus posiciones, de por sí ambiguas, en la región. Estados Unidos decidió entonces que había llegado el momento de ampliar su esfera de influencia en el Cercano Oriente. Todos los argumentos que se han vertido para justificar la guerra de Irak (las armas de destrucción masiva, la alianza entre Saddam Hussein y el terrorismo, etcétera) se han reducido finalmente a uno solo, que el propio George W. Bush ha defendido insistentemente: las tropas estadunidenses llegaron para cambiar el régimen iraquí, es decir, para implantar una sociedad distinta, un orden social, político y jurídico diferente, afín y equivalente al espíritu y las prácticas de Occidente.
¿Cuáles fueron -y siguen siendo- las razones de la presencia militar estadunidense en Irak y Afganistán? El argumento del petróleo se ha disecado gradualmente. Los grandes negocios petroleros comienzan hoy en día en los puertos de los países productores. Ninguna trasnacional energética es propietaria de pozos o de concesiones directas de explotación en los países que lo producen. Renunciaron a esto desde los años 60. La propiedad sobre los pozos se reveló -desde México en 1938 hasta Teherán en 1953- como un capital secuestrable por los movimientos nacionalistas. Además, se hicieron incosteables. En Irak, Estados Unidos, y en cierta manera Europa, buscan algo más que las divisas del oro negro. Si se atiende a los argumentos de los artífices de la invasión, se proponen algo que ninguna potencia logró a lo largo del siglo XX: aunque suene a un dejo de aporía propagandística, hay en esa enorme empresa de expansión un intento de occidentalización de ese mundo -hasta donde sea posible, se espera-. Y es una historia que apenas comienza, cuyo éxito no parece necesariamente garantizado.
Del otro lado, la situación no es mejor. Quien ha respondido al reto de la sombra del imperio son las fuerzas del fundamentalismo religioso islámico. En una combinación perversa de política y religión, ha logrado panislamizar el conflicto y borrar gradualmente del escenario político a los partidos civiles, las organizaciones seculares y las perspectivas de opciones democráticas. Si alguien creía que la tragedia palestina culminaba con los acuerdos de paz firmados en El Cairo el año pasado, en realidad apenas comienza. Ahora le aguarda la noche de una teocracia. El régimen iraní ha optado ya por la vía de una conflagración militar de mayor escala. Y el radicalismo islámico, cuya inspiración se origina en la revolución de los ayatolas en Teherán a finales de los años 70, festina su mejor momento desde la decadencia del Imperio Británico.
Y mientras los ciudadanos estadunidenses ondean sus banderitas nacionalistas para honrar a sus caídos, y los creyentes musulmanes rezan fervorosamente por sus dioses, el mundo observa con estupor cómo los extremos se devoran. Finalmente, ¿qué sería Bush sin Bin Laden? ¿O Bin Laden sin Bush?