El laicismo en clave A, B, C
El religioso Abascal debe asomarse al ayer de su propia fe religiosa para enterarse de que el laicismo lo desarrolló esa misma fe, en defensa propia. Gelasio I, papa de fines del siglo V, propuso la tesis de las "dos espadas", es decir, de los dos poderes distintos, "derivados ambos de Dios", el del Papa y el del emperador, para reivindicar la autonomía de la esfera religiosa en relación a la política. Autonomía propia: de esto trata el laicismo. Durante siglos esta postura fue doctrina oficial de la Iglesia. La tesis tuvo después, inversamente, que ser invocada para defender la autonomía del poder político frente al poder eclesiástico. ¿Por qué?
Bueno, en 1791, en respuesta a la proclamación por la Convención francesa de los Derechos del Hombre, el papa Pío VI hizo pública su encíclica Quod aliquantum en la que afirmaba que "no puede imaginarse tontería mayor que tener a todos los hombres por iguales y libres". En 1832 fue Gregorio XVI; en 1864, el Syllabus de Pío IX, que condenaba los "errores de la modernidad democrática", y muchos más oscuros ataques ideológicos de la Iglesia católica contra la libertad de conciencia.
Debimos esperar al Concilio Vaticano II y al decreto Dignitatis humanae personae, de Pablo VI (regístrelo, religioso Abascal), que reconoció la libertad de conciencia como una dimensión de la persona contra la cual no valen ni la razón de Estado ni la razón de la Iglesia. "¡Es una auténtica revolución!", dijo inocentemente el entonces cardenal Wojtyla.
Muy temprano Juan de París, en su Sobre la potestad regia y papal, o Dante en De Monarchia, o Marsilio de Padua en el Defensor Pacis, o de Guillermo de Occam, en sus escritos políticos, defendieron la separación Iglesia-Estado; Occam, monje franciscano, hacia la primera mitad del siglo ¡XIV!, defendió la autonomía de la investigación filosófica: "las aserciones principalmente filosóficas, que no conciernen a la teología, no deben ser condenadas o interdictas por nadie, ya que en ellas cada uno debe ser libre de decir libremente lo que guste", dijo, según nos lo recuerda el filósofo católico Nicola Abagnano.
En el siglo XVII, Galileo, recordémoslo, afirmó el mismo principio con relación a la ciencia, polemizando con la Iglesia. El laicismo ha sido el fundamento de la cultura moderna, y es imprescindible para la preservación de la vida humana y para el desarrollo de todos los aspectos de esta cultura. Por cuanto el sentido fundamental del laicismo es la autonomía de las reglas de cualquier actividad humana, no posee carácter alguno de antagonismo frente a ninguna forma de religiosidad.
Otra condición para el desarrollo del conocimiento es la pluralidad. El debate y la crítica, medios indispensables para un conocimiento que ha de permanecer indefinidamente abierto y nunca cerrado, suponen como condición la presencia de la pluralidad, ésa que en la realidad social existe; en el marco religioso no hay lugar al debate y la crítica: sus reglas son ésas y son incuestionables por los mortales.
Las expresiones públicas del religioso Abascal indican que entiende el Estado laico como uno que no tiene una única devoción religiosa, sino que tiene muchas, todas; un Estado multiconfesional "partidario de una especie de teocracia politeísta que apoya y favorece las creencias más representadas entre su población", según la expresión de Fernando Savater. Abascal quiere tranquilizar a los ciudadanos publicitando sus entrevistas con los líderes religiosos de otras confesiones, mostrando así su "pluralismo".
No, señor Abascal, su confusión es mucha: el laicismo, dicho en la apretada síntesis de Savater, es "el reconocimiento de la autonomía de lo político y civil respecto a lo religioso (de cualquier creencia), la separación entre la esfera terrenal de aprendizajes, normas y garantías que todos debemos compartir y el ámbito íntimo (aunque públicamente exteriorizable a título particular) de las creencias de cada cual".
El mundo de la experiencia de lo natural y de lo social es un mundo humano. La religión trata de lo que está más allá de la experiencia. El Humanismo, que nace del Renacimiento y de la Ilustración, es precisamente el proceso de autonomización del saber, la fundación de las ciencias y sus propias reglas, la creación del Estado laico. Intentar manejar la religión, o examinar sus contenidos, con el método científico, es charlatanería inútil; regir la academia con las reglas de la política es fraude; creer que la moral sólo es posible en el marco religioso es ignorancia supina acerca de la ética; el Estado político su-bordinado a la divinidad es oscurantismo; pretender regular todas las esferas de la actividad humana con las reglas de la política es totalitarismo. Lo que quiere Occam para la filosofía, o Galileo para la ciencia, o Maquiavelo con El príncipe para la política, o Gelasio I para la religión podría expresarse así: al Estado lo que es del Estado y a Abascal lo que es de Abascal: cada uno a lo suyo.