La sociedad postsecular
Hacia mediados del siglo XVIII, la casa de los Borbones decidió emprender el último intento de restaurar un imperio que ya mostraba las dolencias y los achaques que terminarían en su disolución frente a los reclamos de soberanía que plantearon los movimientos de independencia a lo largo de América Latina durante la primera mitad del siglo XIX. En rigor, las reformas borbónicas se propusieron una empresa doble: de un lado, pretendían secularizar el orden virreinal, reducir los vastos espacios regidos por la Iglesia y el clero; del otro, querían limitar la autonomía de las administraciones locales. Y su fracaso también fue doble. Las revueltas sociales y políticas que fincaron el fin del imperio no sólo instauraron repúblicas y estados nacionales, sino que interrumpieron el proceso de secularización. Las razones fueron múltiples. La más evidente parece ser de orden político y religioso: una amplia franja de clérigos se sumó -y encabezó en cierto momento- al proceso de independencia. Cuando se examina la cosmovisión de Hidalgo y Morelos y la radicalidad religiosa de 1810 es preciso remontarse no a Rosseau, Montaigne y los artífices de la Ilustración -como lo sugiere la historia convencional- sino a las utopías concebidas por el moralismo español a lo largo del siglo XVI, en particular a la utopía de la república católica.
Este auténtico oxímoron político -inconcebible desde cualquiera de las corrientes de pensamiento de la Ilustración- definió el carácter central de la República que se fundó en 1824, después de la catástrofe de Iturbide. La centralidad que ocupó este híbrido moderno y feudal a la vez en la conformación de la nación fue decisivo hasta 1857. El conflicto que lo hundió sigue siendo, en gran medida, un enigma por descifrar. Frente a la implosión civil causada, primero, por la guerra contra Estados Unidos y, después, por la quiebra financiera del Estado, ¿cómo interpretar que la jerarquía eclesiástica haya podido suponer que la lealtad de la ciudadanía sería más sólida que la fidelidad a la idea de la nación? Digo "idea de la nación" porque en 1857 México, según Edmundo O'Gorman, no era más que eso: una idea, tenaz y persistente, pero nada más. Sólo así se explica que la Iglesia haya optado por sacrificar lo que empezaba a convertirse en una nación -convocando a Maximiliano- antes que sacrificar el dominio que ejercía sobre ella.
La Constitución de 1857 es, con respecto a la Iglesia, un documento visiblemente moderado. Lo que se propone ahí es el reorden del régimen poscolonial en una sociedad secular basada en la libertad de cultos. Una visión anclada en el laicismo de la generación de Juárez y el grupo que promovió la revolución de Ayutla. Pero ya en 1856 apareció una corriente en el seno del liberalismo que quería ir más lejos: una tendencia mucho más radical para la cual la religión no tenía sitio en la sociedad o representaba "el obstáculo a la consecución del progreso" . Me refiero, por ejemplo, a quienes destruyeron sistemáticamente conventos y cofradías entre 1856 y 1862. ¿Se trataba efectivamente de una forma temprana de jacobinismo, o era más bien una respuesta radical a la radicalización de los enconos provocada por la cercanía de la guerra de intervención?
Es un tema que se puede discutir largamente. En cambio, la política hacia la Iglesia que practicaron 50 años más tarde los ejércitos populares del norte -dirigidos en Chihuahua por Villa, en Coahuila por Carranza y en Sonora por Obregón-, que cifraron a la Revolución Mexicana, se desplegó evidentemente a lo largo de las prácticas del jacobinismo, cuyo origen es el misterioso año de 1914. La Revolución produjo un jacobinismo de Estado que habría de fincar los órdenes básicos del régimen que emergió entre 1920 y 1940. La respuesta eclesiástica a este hecho fue el clericalismo. Una visión del mundo asentada en la paranoia y en la obsesión de transformar al Estado en una herramienta de la política. El orden que surgió de ese conflicto hizo de la sociedad mexicana una geografía de antípodas, cuya conciliación aparecía como un ejercicio de perversión o una práctica de criptopolítica. Sea como sea, los años que siguieron al sigiloso pacto de 1940 propiciaron una Iglesia que sabía cómo sostener al PRI, y un Estado que sabía como abrevar de ella. A lo largo de toda la guerra fría, Iglesia y Estado compartieron una finalidad definida y mancomunada. Sólo hubo un cisma marginal que interdijo esta relación: la teología de la liberación.
A casi medio siglo de que se arraigara el imaginario de una sociedad de facto bipolar, el panorama se ha modificado radicalmente. En el año 2000, el Partido Acción Nacional, de inspiración católica, llegó a la Presidencia de la República. El Estado secular, heredero de aquel viejo conflicto, no parece haber sufrido grandes descalabros, a pesar del clericalismo de un Abascal o del ritualismo de Vicente Fox. La tradición del laicismo se preserva no por los golpes de pecho de los partidos de oposición sino porque la sociedad la preserva. El grave error del panismo, que confunde la libertad religiosa con la supresión de los límites que diferencian al Estado de la Iglesia, no causa mayor mella. Hay incluso cierto patetismo en las faltas constitucionales del Presidente y los arrebatos de su secretario de Gobernación.
¿Cómo explicar este cambio sino como un giro de la sociedad en su conjunto? Tal vez nos encontramos frente al umbral de una sociedad postsecular. Ahí donde la separación entre el Estado y la Iglesia se ha convertido simplemente en una diferenciación, en una relación de subalteridad.
El Estado no ve en la Iglesia a un enemigo, y viceversa, la Iglesia no ve en el Estado a un enemigo.
Claro, falta un largo trecho. Y ese trecho está mediado por el proceso cada día más urgente de una renovación y una actualización de la propia Iglesia, cuyas prácticas esenciales siguen siendo las mismas que la distinguieron en los años y las décadas del régimen autoritario.