Tambores desde antes del alba
Los tambores han comenzado a sonar desde antes del alba en el barrio de Abajo y entran con su incitante persistencia hasta mi cuarto del hotel. Tambores en tres tonos concertados, y el pespunteo de la flauta de carrizo que tampoco duerme. Tambores ancestrales de la noche africana, y la flauta solitaria y melancólica del indio de las ciénagas, ambos llamando a la cumbiamba mientras la ciudad despierta al segundo día de carnaval, el día de la Batalla de Flores.
Pero quien no es de aquí a lo mejor no se entera que ha llegado tarde porque el carnaval de Barranquilla, declarado patrimonio intangible de la humanidad por la UNESCO en 2003, ha comenzado un mes atrás, cuando el rey Momo proclamó su mandato de nunca más las penas, una fiesta que no terminará, sino la víspera del miércoles de ceniza, cuando los mismos que bailan en las calles entierren a Joselito, un duelo bufo que despide al jolgorio, y con lo que ya podrá empezar la cuaresma de las olvidadas abstinencias de la carne.
Pero en una ciudad como ésta, que aún lejos de los días de carnaval parece siempre en fiesta perpetua, como si todo el mundo viviera subido a esos buses pintarrajeados que no van a ninguna parte, y a los que quitan los asientos para bailar dentro, llenos de música y de voces, uno se ha perdido siempre de algo. Siempre habrá una alegría perdida en tu pasado, parecen decirte los tambores.
Una ciudad que, según te lo repiten con orgullo los barranquilleros, no fue fundada por conquistadores acorazados y luego amurallada como la vecina Cartagena, sino por arrieros de ganado, una ciudad abierta y libre que vio alzarse sus primeras casas de barro y caña brava al lado del río Magdalena, precisamente en lo que sería el barrio de Abajo, barrio de marineros y carpinteros de ribera donde habría de nacer precisamente el carnaval.
No hay prosapias ni blasones en Barranquilla, dejó dicho Alvaro Cepeda Samudio, primero arrieros y luego la fuerza de los inmigrantes, y por tanto, no hubo godos fieles a la corona, porque si en alguna parte fueron amamantados los godos, hijos de las sacristías no fue aquí, en esta ciudad sin muros. Ni godos, ni cachacos, esa vieja mala palabra burlona reservada en los meandros procelosos del alma costeña para los andinos de allá arriba que no saben mover los pies al bailar y no conocen otra lujuria que la de las reglas gramaticales.
Bullicio encendido. Los carnavales tienen su mítica y uno oye siempre hablar de gente que se libera de todo para salir a la calle dejando sus prejuicios en casa. No creo que en Barranquilla, llena este día de monocucos y marimondas, nadie tenga que dejar nada en casa, y tampoco nadie se disfraza para esconder nada ni hacerse de ninguna nueva personalidad, como dicen los sicólogos carnavalescos. Rodeado de tantos amigos cumbiamberos, parranderos, jaraneros, mamadores de gallo, no puedo dejar de sentir que el carnaval los deja ver como realmente son. Simplemente eso, gente que nunca duerme, para qué.
Una respuesta constante a la vida para no acordarse de la muerte, será eso el carnaval. El carnaval que tiene su laboratorio vivo es el pueblo, el pueblo que alista sus vestimentas desde antes que amanezca, se pinta, se pone las máscaras. Lo ha inventado todo desde siempre, desde que nació esta fiesta, creando un contagio general del que nadie ha podido librarse, ni arriba, ni en medio. Todo el mundo es arrastrado hacia abajo, donde se acaban las fronteras y los límites y todo se funde en un caluroso abrazo.
Y todo viene a desembocar de una vez, como un gran río colorido y turbulento, a la vía 40, la avenida que recorren las comparsas y las carrozas en este día de la Batalla de Flores, y al día siguiente, en la Gran Parada. Pasan incesantemente frente a las tribunas, una fiesta en la calle y otras en las graderías, más de 200 grupos distintos en el desfile, que vienen desde Sabana Larga y Usucuarí, donde está enterrado el poeta popular y tan doliente Julio Flores, infaltable en los tesoros del declamador, desde Galapa, donde se fabrican las máscaras y los atuendos que hoy abundan por todas partes, desde Tubara.
Y desde las ciénagas del curso del Magdalena, Soledad, Palmar de Varela, Marambo. Todos lugares donde alguna vez hubo esclavos africanos y cabildos de esclavos, sino no existiría el tráfago de los tambores ni el desvelo febril que causan, ni esas comparsas y bailes de congos y sones de negros, que acuden a la fiesta al lado de las otras comparsas de indios chimilas e indios farotos, y las de micos, coyongos, gallinazos y garabatos que salen de la entraña mestiza campesina, y de los pueblos de pescadores.
Y cuando pasan esas espléndidas cuadrillas, decenas de parejas que bailan cumbias con elegancia inigualable, hay que saber que las mejores vienen de los barrios más pobres de la ciudad, Carrizal, La Chinita, El Bosque, según me explica Mirtha Huelvas, experta como pocas en este carnaval. Y no se necesita edad para lucirse. Van ancianas curtidas por el trabajo que no tropiezan nunca mientras despliegan los vuelos de sus enaguas, y niños que apenas aprenden a caminar, y ya bailan sin tropiezos tampoco, y gente que parece que apenas acaba de dejar sus overoles en las carpinterías, o sus cucharas de albañil y sus plomadas, y otros, más humildes aún, que no pierden sus caras de peones y cargadores de sacos en los mercados.
Llega la noche y los últimos grupos de la procesión van a hundirse sin remedio en la oscuridad, lástima que nadie va a verlos después de pasar todo el año ensayando y alistándose, cosiendo sus disfraces, le digo a Jaime Abello, también mi cicerone en esta excursión inolvidable. Jaime, que ha hecho el recorrido de seis horas metido en un traje de gorila.
Pero antes que todo se borre, todavía hay tiempo de ver, y así quedará en la memoria del viajero, al viejo garboso, impecable en su traje de cumbiambero, que baila con gracia sin igual convocando con los brazos en alto a su pareja. No abate nunca la cabeza, y eso realza su garbo. Es un ciego, y ella es su lazarillo. Esta fiesta es también de los ciegos.
El viejo garboso se aleja bailando, y siento que ha ganado majestad la alegría que sigue vibrando en el aire.
Barranquilla, marzo de 2006
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