Un Hollywood atribulado
Ampliar la imagen Jack Nicholson atiende las instrucciones del director de escena Gary Hood durante el ensayo previo a la entrega de los Oscares Foto: Ap
Los 5 mil miembros votantes de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, responsables de elegir a los ganadores de los Oscares este domingo, difícilmente son representativos de la vida real. En su mayoría son personas pudientes que residen en Beverly Hills. Se ha vuelto una especie de deporte anual criticarlos por ser demasiado conservadores o sencillamente demasiado enamorados del espectáculo por sí mismo para reconocer los ángulos más soterrados y subversivos del oficio cinematográfico.
Y sin embargo, las elecciones de la Academia acaban haciendo una sorprendente cantidad de revelaciones acerca de los tiempos que vivimos. Recuérdese, por ejemplo, el año 2001, que resultó ser un parteaguas político. Entonces hubo buen número de películas respetables, entre ellas Traffic, incursión de Steven Soderberg en el trasiego de drogas, y El tigre y el dragón, el filme épico de artes marciales de Ang Lee, pasmosamente poético. Ambas fueron postuladas a mejor película, pero se les hizo a un lado para favorecer a Gladiador. Desde el punto de vista cinematográfico fue una elección dudosa, pero en otros aspectos resultó extrañamente premonitoria. Un Estados Unidos gordo y feliz acababa de permitir a George W. Bush llegar a la presidencia en circunstancias poco transparentes, en lo que fue el preludio de una nueva era de temor y paranoia globales, y he allí una película que hablaba de un tirano que se adueña sin derecho del imperio Romano y mantiene al pueblo tan repleto de pan y circo que apenas si nota su infamia.
Chicago, en 2003, fue con toda claridad la apuesta de la Academia por el escapismo musical en plena invasión de Irak, mientras El señor de los anillos, que en 2004 arrasó con todos los premios en su tercer episodio, era una cinta épica que expresaba todos esos elevados ideales del país -los nobles motivos y acciones heroicas en una lucha entre el bien y el mal- que las feas realidades del conflicto en el país árabe estaban en proceso de destruir.
La cosecha de candidatas al Oscar de este año es quizás aún más rica para percibir el flujo de corrientes políticas y sociales en el Estados Unidos actual. Una vez más la nación se siente en una encrucijada. El gobierno de Bush está en su nivel más bajo de popularidad, y el país aún se debate por encontrar un camino para decidir cuál será su próximo anhelo. El mundo parece mucho más aterrador que hace cinco años, en tanto la nación como tal parece estupefacta ante la enorme polarización a la que ha llegado tanto en lo social como en lo político.
Algunos críticos, observando el éxito de filmes como Brokeback mountain, Capote y Transamerica, han declarado que éste es el año de la homosexualidad en Holly-wood. Otros han conjuntado Syriana y Good night, and good luck para sugerir que más bien presenciamos un florecimiento de cintas duras sobre temas abiertamente políticos. Ninguna de estas caracterizaciones me parece correcta, porque en ambas está inherente la presunción de que se promueve una agenda liberal en una confiada tierra conservadora. Más bien, creo que estas cintas son síntomas de un malestar estadunidense mucho más amplio.
Una película como Brokeback mountain no abre nuevos caminos en términos de mostrar la homosexualidad en una película postulada al Oscar. Ese trabajo fue realizado 13 años antes por Filadelfia. Lo que la hace aparecer nueva es el contexto: sus protagonistas no son abogados de la gran ciudad, sino rancheros del oeste rural, personas que fueron criadas para creer que la mera noción de la homosexualidad es abominable. Y eso, a su vez, ha hecho que la cinta parezca un filón de esperanza para el discurso racional en un país tan escaso de él. ¿Quién podría decir, como hacen los republicanos, que la homosexualidad es una aberración, cuando los personajes de Brokeback mountain son tan patentemente humanos? La película abre al menos la posibilidad de una conversación civilizada sobre el tema.
De manera similar, la idea sobre las cintas abiertamente políticas es quizá un poco demasiado simplista: filmes políticos van y vienen; piénsese, por ejemplo, en Fahrenheit 9/11, de Michael Moore. Lo impactante de las postuladas al Oscar este año es la forma en que simbolizan una súbita falta de confianza en la política, y en el discurso político y público. Good night, and good luck alienta a los espectadores a cuestionar lo que han aprendido del mundo en medios de comunicación corruptos y complacientes; está ubicada en la era del macartismo, pero es también un comentario evidente sobre el estado de la valentía periodística en el mundo de hoy. Munich, de Steven Spielberg, se refiere ostensiblemente a la crisis de conciencia que sacude a una célula del Mossad, pero también aborda, de manera más alegórica, la corrosión de la postura moral de Estados Unidos en su escalada de represalias por el 11/S.
Este tema de la incertidumbre y el cuestionamiento se trasluce también en otra candidata de este año, Crash, que lleva el escalpelo a la desenfadada apariencia de la moderna Los Angeles y la encuentra gravemente infectada de hostilidad y racismo.
En suma, el Estados Unidos que surge de estos filmes dista mucho de ser un lugar feliz. Es una nación que pierde la fe no sólo en su lugar en el mundo, sino también en su capacidad de comprender la naturaleza de su propia decadencia, de su inclinación a la intolerancia, la fanfarronería y la violencia, y la traición a sus elevados principios.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya