Crisis cultural de las religiones
Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 han obligado a especialistas a reflexionar sobre las religiones en el siglo XXI desde nuevas claves y a replantear su papel en el mundo para superar esta atmósfera de confrontación, no sólo desde la perspectiva conservadora huntingtoniana de lucha entre civilizaciones, sino desde la relación de diálogo entre modernidad y religión, y a asumir las responsabilidades que corresponden a las estructuras religiosas e Iglesias como instituciones relevantes y significativas en la configuración de un nuevo orden basado en la paz, la igualdad y la justicia.
La modernidad, bajo la era global, está propiciado la agonía de dos instituciones claves: la nación y las estructuras religiosas. Fue la nación la que heredó las huellas teológico-políticas para remplazar a la religión de la sociedad. Y fue sobre la nación que se construyó un Estado que pretendía remplazar la función estructuradora de lo social que poseía la religión. La laicidad, por tanto, se construyó como un valor esencial de las sociedades modernas occidentales, siendo una expresión característica de la voluntad de la nación de trascender a la sociedad y escapar de la religión como fuente de verdad y de orden. Nación y religión tienen en común que ambas son excluyentes y totalizantes, ambas han formado parte de una paradoja entre un proyecto de sociedad eclesial y una sociedad secular; ambas han convivido irreconciliablemente.
Las transformaciones culturales del México contemporáneo bajo la modernización del país traen en consecuencia cambios no sólo en el comportamiento y las prácticas sociales, sino en la manera de entender el mundo. Nuevas lógicas y sentidos comunes emergen lentamente en nuestra sociedad mientras otras, entre ellas las religiosas tradicionales, pierden vigencia o se recrean. Se pasa de contextos en que las creencias religiosas formaban parte de los supuestos culturales totalizantes donde los valores cristianos ejercían el monopolio del sentido a un nuevo momento cultural en el cual estas mismas significaciones conviven con otras.
Dicho de otra manera, las verdades reveladas por Dios indicaban las normas de conducta e imponían un conjunto de prácticas que orientaban a la sociedad y a las personas a un modelo social. Este proceso de reajuste cultural que la religión católica ha venido experimentado desde finales del siglo XIX hasta la fecha se denomina secularización. No significa la pérdida absoluta de lo religioso ni la muerte dramática de Dios, sino el acotamiento social del espacio religioso a la esfera del individuo y a la dimensión de lo privado. Por supuesto, ante dicha tendencia las Iglesias históricas se oponen y políticamente se resisten.
Bajo las actuales condiciones, en las cuales la fragmentación y la multiplicidad de identidades han generado un agotamiento de los modelos de representación y de pertenencia integral, la Iglesia católica se encuentra sumergida en un proceso de reformulación, tanto en lo que se refiere al posicionamiento frente al Estado como ante la sociedad, así como en lo que atañe al acento en su prédica y acción pastoral. Como hemos señalado reiteradamente en este espacio, históricamente las pretensiones totalizantes de la Iglesia católica la llevaron a entablar un diálogo privilegiado con el poder de las elites de los gobiernos, en el caso mexicano, e incidir en los principales resortes de decisión para desde allí extender los principios de su doctrina al conjunto de la sociedad. Dicho modelo se implementó desde los años cuarentas del siglo pasado, bajo la simulación de la clase política, y ahora bajo el foxismo ha adquirido un segundo aire. Las acometidas de catolización sobre el Estado, y de ahí a la sociedad, procuraron impregnar con valores religiosos todos los ámbitos de la vida social y convertirla en una nación de principios católicos.
Si la modernidad se vio en la necesidad de negar a Dios para afirmar el futuro del hombre y confinar la religión al ámbito privado e íntimo del individuo, la crisis de la llamada posmodernidad parece haber descubierto que no hay futuro humano sin Dios, pero, ¿qué Dios tiene futuro para la posmodernidad? Son las deidades fragmentadas, los relatos religiosos no absolutizantes ni las Iglesias superestructuralizadas. En ese sentido, las religiones tradicionales contienden en un mercado cada vez más competitivo con los nuevos movimientos religiosos, las sectas, las religiones a la carta, las iglesias fastfood, la astrología, los orientalismos, la sicología de ocasión e incluso ciertos discursos de humanismo práctico para ofrecer alimento espiritual a una ciudadanía en pérdida de referencias. Pequeñas respuestas instantáneas para el consumo que genera adicciones. Dichas crisis que el teólogo español Juan Martín Velasco denomina "metamorfosis de lo sagrado", afecta a la práctica, a la institución, a las creencias religiosas: estamos cambiando de mundo -dice siguiendo a los obispos franceses-, de tiempo y de sociedad. Un mundo desaparece y otro emerge sin que exista un modelo prestablecido para su construcción.
Las religiones y las Iglesias pueden aportar su sentido y significado más genuino a las necesidades espirituales e inquietudes por la trascendencia de muchas personas, a condición de no ser instrumentos de poder, violencia ni de guerra. Tienen que apostar por la persona.
Las religiones deben recuperar el valor de la memoria; probablemente sea una de las aportaciones más importantes de la tradición judeocristiana a la cultura universal. Esa cultura de compasión es la que tienen que demostrar las grandes religiones en respuesta al desafío de la búsqueda de sentidos y al fenómeno de la globalización, que excluye a los más pobres.