Simpatías y voto
Luis Linares Zapata
Poco a poco, sin espavientos o tropiezos dramáticos y sí con firmes trazos y destino precisos, el fluir de las campañas electorales va mostrando, sin tapujos, las ya arraigadas preferencias populares por los distintos candidatos. Las evidencias se acumulan en tal cantidad que es imposible ningunearlas por más tiempo o todavía extraer interpretaciones forzadas que las presenten irreconocibles. Los sondeos de opinión y los mítines que se encienden en las plazas del país, la academia que se expresa en medios y la sensación que flota en el ambiente común aceptan, ya sin falsos pudores, lo que en realidad está sucediendo con las simpatías del electorado: un claro y persistente (y con aceptable probabilidad creciente) desequilibrio en su propensión para votar.
En efecto, la reciedumbre con la que los mexicanos se vienen expresando, mediante todas y cada una de las formas a su disposición, debe ser aceptada sin tanto remilgo o torceduras. Es necesario reconocer la fortaleza y la continuidad con la que los posibles electores se han presentado ante cualquiera que no les sobreponga sus propias fantasías, deseos o deformaciones. La limpieza de los hechos ha sido notable por su coherencia. Tal parece que la competencia por el poder público fue decidida, en el seno mismo de la sociedad, desde el inicio de la contienda. Los titubeos, las dudas, las equivocaciones fueron dejadas de lado por una densa mayoría que se conformó desde hace ya más de dos años. Y, desde entonces, mantiene innegable diferencia entre las diversas opciones. La primera, alejada de las demás por una distancia que varía poco en el transcurso de los meses: ocho o diez puntos porcentuales. La lucha por el segundo y tercer lugares carece de relevancia y sólo impregnará algunos recuerdos tristes o dará orden y jerarquía a futuras estadísticas. No dan para algo adicional.
Lo que ha pasado, después del turbulento inicio, no es sino la confirmación de un conjunto de deseos y esperanzas populares por ensayar, por darle oportunidad de ser a la oferta que predica, como inicial, primordial aspiración, sentar las bases para una sociedad igualitaria. Que dicha aspiración, frustrada por siglos, empiece a condensarse entre los mexicanos de hoy y mañana es el pegamento que une a esa mayoría ciudadana. ¡No más de lo mismo!, parece exclamar la muchedumbre. Hay que dejar fluir este proceso eliminatorio para que disminuya la injusta, la inhumana brecha entre los pocos que acumulan bienes y oportunidades sin límite, hasta rayar en lo grotesco, y los muchos que vagan, exilados de cuanto mundo pueda imaginarse, en busca de lo indispensable.
En su persistente ruta, esta campaña, con su determinación a toda prueba, ha derruido varios mitos esclerotizados con los años, camuflados con razonamientos endebles, interesados.
El primero sostiene que un partido pequeño, con alcance regional, es incapaz de sustentar el triunfo en las urnas. La estructura organizativa robusta, la probada con anterioridad, la que tiene cobertura nacional, se tendrá que imponer. Tal pronunciamiento se viene mostrando por demás gratuito.
En el 2000 de tantas referencias, la candidatura de Fox asestó un golpe mortal a tan supino argumento trastocado en mito. El PAN, un partido recoleto y de ralos cuadros clasemedieros, recibió el empuje de una organización sui géneris formada al vapor y apretujada alrededor de un atractivo prospecto. La especie, sin embargo, volvió por sus fueros y ahora se aplica a las pretensiones del PRD (y coalición de apoyo) de levantarse con el triunfo.
Se afirma, con pasmoso desprecio de lo que puede observarse cotidianamente, que ese partido no está implantado en vastas regiones del país. A pesar de la pertinencia del hecho cierto, no se puede concluir que, por ello, será incapaz de mantener el liderazgo actual y que, al final, su abanderado caerá derrotado. Una víctima de sus propias cuan desmedidas ambiciones, concluyen orondos. Se descarta, de antemano, la capacidad que la sociedad tiene para movilizar sus ener-gías, para perseguir y concretar sus aspiraciones. Capacidad que, en el caso de la candidatura de Andrés Manuel López Obrador, se viene condensando ante la mirada de todo aquel que quiere verla. No importa dónde se haga el llamado de apoyo. Puede ser en el norte, en el centro, en las costas o el altiplano, la respuesta es espontánea, tumultuaria y entusiasta. Las masas pasan, en organizado tropel, lista de presentes. Una verdadera estampida que llena calles, sale a los balcones y se acomoda en cuanta plazoleta se le cruza en su camino hacia las urnas. Los contrastes con sus oponentes son, por su evidente realismo, de una crudeza palpable. Los esfuerzos publicitarios, rebosantes de dispendio y tontería, no pueden compensar, menos aún revertir, las decididas inclinaciones por López Obrador.
Un segundo mito todavía se cobija en la trastienda de cuanto locutor o crítico renuente a la aceptación llana de lo que, consistentemente, se refleja en los son-deos de opinión. Se hace mítica referencia, se alega el peso formidable de un voto, llamado duro, que respalda al PRI y a su abanderado, cualquiera que éste sea. Un voto duro, que en realidad está compuesto de la más rancia, dolorosa marginalidad. Una capa poblacional de edad madura, asentada en zonas olvidadas del campo y la ciudad, empobrecida e iletrada. Un sector de no votantes que, sin embargo, siempre aparecen inclinando los recuentos trampeados a favor del PRI. Un sector de mexicanos que ahora quizá hagan polvorosa presencia en las urnas y manifiesten, con sus gruesas filas depauperadas, una inclinación distinta: la que dé el empujón definitivo al que ya aparece como necio avanzado en sus preferencias.