Usted está aquí: lunes 13 de marzo de 2006 Cultura Sepulcros blanqueados

Hermann Bellinghausen

Sepulcros blanqueados

En el límite de los dones y la ilusión de algún día salir al sol, la conciencia en paz y el corazón cumplido, descargué el fardo de mis ojos con ese sentimiento grave que en ocasiones da el haber visto demasiado, y encontré cierto alivio. No porque en la así llamada "vida contemporánea" no se encuentren al alcance de cualquier mirada, cualquier clase de imagen horrenda, bella o banal. Más bien porque en la ruta de absurda búsqueda de lo evidente que había emprendido, lo novedoso resultaba certificar las conexiones entre hechos presuntamente aislados. Y la inutilidad de hacerlo.

Hubo algo de reconfortante en el vacío de la mirada de Voltaire, pues me prevenía de las facilidades de una coartada, un sesgo de condescendencia. Cada vida cuenta. Cada una es total y única. No es lo mismo decir 20 víctimas, que 21. Pero ahora que las estadísticas diarias de la muerte son epidemia mundial, parecería que las vidas segadas importaran cada día menos.

Uno desayuna una cuota diaria de asesinados en Irak, Guerrero o Chihuahua, y la semanal (pues vende menos) en Sudán, Afganistán, el Congo y demás sitios condenados. No van las cuentas del desierto de Arizona, ni las de hambre y diarreas en las tres cuartas partes del planeta. Y siempre existen fotos, videos y estadísticas, aunque a veces las escondan los gobiernos, los organismos internacionales y las televisoras de peso completo, o las vendan por separado.

Una por una, todas esas muertes significaban una catástrofe, un fin del mundo. Eso, sin considerar en nuestro caso las secuelas en los sobrevivientes de esta cadena de "hechos" no tan aislados como sugieren las versiones existentes Y los culpables ¿se iban a ir así, intactos, famosos, protegidos? Del presidente para abajo. Las "razones de Estado" son inmorales y criminales cuando hay vidas humanas de por medio. Y peor si se trata de inocentes mujeres, niños, jovencitas, y aún si son muchachos "maleados" por el narco, la mara y la mala vida.

Las generalizaciones son una manera de evasión y encubrimiento. La gente no lo nota, pero si un gobierno mexicano ha merecido el cargo de genocida con todas sus letras es el del doctor Ernesto Zedillo Ponce de León, a quien no habían tocado ni siquiera acusaciones atenuadas como la "paranoia autoritaria" de Díaz Ordaz o la "guerra sucia" de Echeverría.

Ese comandante en jefe se salió con la suya. De seguro en su despacho de Procter and Gamble o algún banco mundial no pensaba un solo minuto en Acteal, el Bosque ni Tila; tampoco en Aguas Blancas, El Charco o Ciudad Juárez; mucho menos en las emboscadas constantes en La Huasteca, las sierras de Oaxaca y las calles de Acapulco y Culiacán.

Como buen bandido, cubrió sus espaldas con el antídoto de un sucesor inseguro de sí, y cómplice natural aunque no lo pareciera, como Vicente Fox. Cuando Carlos Fuentes pergeñó su Cristóbal Nonato, imaginando un siglo XXI donde ganaba el PAN, se quedó corto. Tras la última bocanada mortal del PRI gobierno, la vida no valía nada. ¿Podemos reprochar al novelista que no fabulara más el elemento demasiado atroz de las muertes en serie, decididas y programadas con rigor científico y pretensiones maquiavélicas?

Produce cierto vértigo pensar que la idea "que se mueran todos" (de menos "todos ésos que están 'contra' mí") pase por la mente de señores tan afables y sonrientes como los jefes de Estado electos democráticamente, con quienes puede ser tan reconfortante ir a desayunar o a una junta de instalación de fideicomisos para la danza o programas para combatir la caries infantil. Con quienes otorgan premios nacionales y saludan de mano a todos los invitados al "grito" en Palacio cada 15 de septiembre.

Gil Palacios, el fotógrafo constante, y sin quererlo, hilo conductor en esta trama, era Nadie. Un detalle menor, un accidente anónimo en la nómina ("alguien lo tenía que hacer"). Un instumento, otro más de aquellos que "cumplen órdenes" y se cuidan de conservar la chamba. Para el momento de mi conversación con Voltaire, Palacios había desaparecido sin rastro.

A pesar de los archivos, cidís, documentos y fotografías impresas que habíamos acumulado, sentí las manos vacías. ¿Qué probaban esas pruebas, salvo que los "hechos" ocurrieron y que al irse al hoyo, las víctimas habían dejando sin empleo a este o aquel gobernador, esos jefes policiacos, cierto subprocurador sacrificable, además de un triste contingente de peones que purgaban sentencia en nombre de sus jefes?

La receta era sencilla. Para investigar tus crímenes, créate una fiscalía especial cargada de indignación moral y promesas firmes de "ir a fondo y hasta las últimas consecuencias". Hazte escribir informes como el "libro blanco" de Acteal, grita a quien te quiera oir que no tolerarás tal o cual abuso (narcotráfico, pederastia) en tu territorio. Lamenta profundamente la mortandad de indios a manos de indios, minas que se derrumban solitas o mujeres desaparecidas por andar de pispiretas. Y luego tómate unas merecidas vacaciones, que buena falta te hacen, mi rey.

 
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