Muerte de Milosevic
El hombre se murió como un perro, por la noche, solo en su celda de La Haya, a consecuencia de un infarto al miocardio que no activó ninguna señal de alarma en la que tendría que ser una de las cárceles más vigiladas del mundo. Los pocos partidarios que le quedan se aferran a la esperanza de que haya sido envenenado, a fin de darle el toque de heroísmo y martirologio que le faltó durante toda su vida de asesino. Se habla también de rastros en su organismo de medicamentos contraindicados que pudieron agravar su condición cardiaca y acelerar su fallecimiento. Quienes lo querían dicen que ahí está la prueba del homicidio. Sus perseguidores señalan que el propio Milosevic se medicó a contrapelo para forzar su traslado a Moscú, cosa que reclamaba, y buscar allí una vía de escape. Los jueces del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia denegaron la petición y garantizaron que el cautivo tenía, en su prisión holandesa, todos los cuidados que requería. Pese a esos cuidados, o a causa de ellos, Slobo amaneció tieso la mañana del 11 de marzo. La verdad estará en cualquiera de esas versiones o en ninguna, o en medio de dos de ellas, pero ya dejó de tener importancia. Si fuera el caso, nadie o casi nadie va a preocuparse por hacer justicia a este hombre que la pisoteó en forma tan masiva y sistemática en detrimento de pueblos enteros.
Y sin embargo, la muerte de Slobodan Milosevic no es una buena noticia. No lo es para los agraviados de Croacia, Bosnia y Kosovo, quienes, muertos o sobrevivientes, se merecían el final del juicio contra su verdugo; no lo es tampoco para la OTAN, Europa Occidental y el tribunal que lo juzgaba, porque habrá de persistir la duda oprobiosa de si el destructor de Yugoslavia se murió de muerte natural o si fue enviado al otro mundo por razones de Estado; no lo es tampoco, desde luego, para los puñados de partidarios que este fin de semana encendieron veladoras en memoria del carnicero de los Balcanes.
Milosevic dejó saldos de desastre tanto en su victoria como en su derrota, tanto en su vida como en su muerte. No es sólo que haya envilecido a la sociedad serbia y propiciado la masacre de decenas o centenas de miles. Durante casi una década Occidente se degradó con su propia pasividad ante las atrocidades que ocurrían en el territorio yugoslavo, y después volvió a degradarse bombardeando civiles sin ninguna necesidad. Hubo escuelas, hubo viviendas, hubo autobuses repletos de gente que volaron por los aires por efecto de las bombas precisas e inteligentes lanzadas desde aviones de Estados Unidos y Europa. Las fosas comunes en Srebrenica no se han olvidado, por fortuna, pero ya nadie se acuerda de las "bajas colaterales" causadas por la incursión militar de la OTAN en Yugoslavia.
Además, esa guerra puso de manifiesto la inmoralidad planetaria de Occidente, que se horrorizaba ante la limpieza étnica practicada por el régimen de Belgrado en tierras de Kosovo y llamaba "reagrupación" a lo que hacía el gobierno turco en las áreas kurdas dominadas por la guerrilla. "Serbia ha realizado una horrible limpieza étnica de 700 mil kosovares expulsados a Albania y Macedonia; no debemos olvidar las estremecedoras imágenes televisivas de los refugiados. En cambio, los 300 mil serbios de la región de Trajina que huyeron del ataque del ejército croata, los greco chipriotas que huyeron cuando el ejército turco invadió el norte de Chipre, los palestinos que huyeron del ejército israelí y los saharauis que escaparon de las fuerzas de Marruecos constituyen otros tantos fenómenos migratorios; la ausencia de imágenes dramáticas de mujeres enfermas o de bebés llorando permite que la humanidad esté tranquila", denunciaba por esos tiempos un manifiesto descarnado (Hipócritas sin fronteras) que circuló por Internet y que ponía en evidencia la miseria moral de la "guerra humanitaria".
Ahora Slobo está muerto. Sus víctimas se han quedado sin justicia y sobre los patrocinadores del Tribunal Penal Internacional pesa la sombra de la sospecha.