Historias de mineros cargadas de muerte
Pésimas condiciones de seguridad en Coahuila; 293 trabajadores han perecido en 4 décadas
Ampliar la imagen Hace cuatro años invitaron a Juan Angel Garza (en la imagen con su nieto) a explotar una pequeña mina en Barroterán. En el proyecto incluyó a tres hijos y a 10 obreros. Sin embargo, un accidente causó la muerte de sus vástagos y el resto de empleados Foto: María Meléndrez
Ampliar la imagen Entrada de la mina destruida tras la explosión que mató a 13 trabajadores el 23 de enero de 2003 en Barroterán, Coahuila Foto: María Meléndrez Parada
Barroteran, Coah., 13 de marzo. Hace cuatro años, a don Juan Angel Garza un compadre le dijo que tenía un pequeño terreno donde sin duda había carbón, junto a una de las minas que estallaron aquí en 1965, y le propuso que se encargara de explotarlo. El hombre aceptó. Lo primero que hizo fue contratar a sus tres hijos mayores -Juan Luis, José Alfredo y Reynol, de 26, 25 y 22 años- y a 10 obreros más. Lo segundo, cavar un pocito de 25 metros de profundidad y, abajo, dos galerías, cada una de 30 metros de longitud.
Una tarde, mientras don Juan Angel dirigía todo desde arriba, uno de los barreteros golpeó el fondo del túnel y al instante se desplomó la pared y entró el torrente de una laguna subterránea. Ahora, si uno arroja una piedra todavía se escucha el agua estancada. Para don Juan Angel, la oferta de 750 mil pesos que está haciendo Grupo México a los familiares de las víctimas de Pasta de Conchos sólo le ha metido "malas ideas" a las viudas de sus propios hijos y de los otros 10 mineros que se ahogaron con ellos.
"Ya casi todas se volvieron a casar, pero a mí me quieren sacar hasta los ojos para que les pague una indemnización que ya les di", se queja, negro de carbón, sentado en el patio de su casa después de salir de la mina donde trabaja actualmente, mientras su nietecito, no más alto que sus rodillas, se pone el casco de protección del abuelo anunciando el destino difícilmente evitable que le aguarda.
"Las empresas deberían pensar más en indemnizar a los papás de los mineros y no tanto a las viudas, porque ellas se consiguen otro marido, pero a nosotros los viejos qué nos queda", expone con voz cargada de nostálgica melancolía. A su lado lo escucha su esposa, doña Blanca Acuña, a quien se le vienen encima los recuerdos del 23 de enero de 2003, a la una de la tarde, cuando murieron sus muchachos.
"Yo no sé por qué ese día, a esa hora, me dio mucho sueño y me acosté, porque se me cerraban los ojos. Nunca duermo siesta y menos a mediodía, pero esa vez no sé qué me pasó. Cuando desperté me dijeron que había pasado algo en el pocito y ya me llevaron a ver. Entonces me acordé que la noche anterior, Reynol, el más chico de los tres, me dijo que ya se quería morir, que ya estaba muy cansado de trabajar bajo tierra y yo le dije: 'pero por qué, si apenas tienes 22 años'".
Un muerto cada 60 días
Cuando se produce un estallido de gas metano en el fondo de una mina carbonera, el sonido viaja por los túneles hasta que sale a la superficie por la boca del socavón, "igual que cuando uno eructa". Al menos así lo recuerda Gustavo Cruz García, que tenía 9 años el 31 de marzo de 1969, cuando explotaron aquí las unidades 2 y 3 de la Minera Guadalupe, ocasionando la muerte de 135 barreteros, en el peor desastre de esta naturaleza habido hasta ahora en México.
Desde entonces, hasta el 19 de febrero pasado, cuando un accidente similar mató a 65 trabajadores de Pasta de Conchos, en la región carbonífera de Coahuila, han perdido la vida 293 mineros, a razón de 7 durante cada uno de los últimos 40 años, lo que da un promedio aproximado de un fallecimiento cada dos meses debido a las pésimas condiciones de seguridad que imperan en la industria.
Con sus cuatro barrios de modestas casitas de una sola planta, construidas por la Minera Guadalupe en los años 50 del siglo pasado, Barroterán es un pueblo fantasmagórico. Sobre el terreno que ocupaban las minas 2 y 3 ahora sólo hay huizaches y nopales. "Un tiempo dijeron que iban a hacer un campo de beisbol, luego se les olvidó la idea", cuenta Gustavo manejando su destartalada camioneta en la que lleva a los enviados de este diario al pozo La Espuelita, donde perecieron los hijos de don Juan Angel.
A unos metros de los postes colocados sobre la boca del agujero -de los cuales pendía un barril de hierro en el que bajaban y subían los trabajadores y extraían la producción cotidiana-, hay una capilla donde el duelo acumula ramos de flores de plástico y cascos de protección.
Unos pasos más allá hay 13 cruces con sus respectivos nombres y más flores artificiales. En el horizonte pavoroso, negro el suelo, gris la tarde, se alza el humo de una planta lavadora de carbón donde se procesa el material que aún sale de las minúsculas unidades productivas que son los pocitos, y que desde esta zona es transportado a la carboeléctrica de la Compañía Federal de Electricidad, en el municipio de Nava, a 100 kilómetros de aquí, donde se genera la décima parte de la energía eléctrica de todo el país.
La gente de Barroterán recuerda que cuando la explosión de 1965, la empresa entregó 50 mil pesos a los familiares de cada una de las víctimas, pero el sindicato minero, entonces bajo la batuta de Napoleón Gómez Sada, "les cobró los ataúdes y las tumbas", precisa Gustavo. Ahora, a raíz de la tragedia en Pasta de Conchos, el Seguro Social está llamando a las viudas de los caídos en La Espuelita a organizarse para reclamar sus indemnizaciones.
Don Juan Angel observa la situación con angustia. "Yo pensé que no podía haber nada peor que ver morir a los hijos, pero desde el accidente por esta casa ha pasado un ejército de abogados. Vienen a ver qué tenemos, entran a la recámara, a la cocina a ver cuánto vale cada cosa para saber qué nos van a quitar cuando nos embarguen. Por mí que se lleven el techo y las paredes, pero que ya nos dejen en paz", dice aludiendo a los representantes legales de las viudas de sus obreros.
-¿Y el compadre que le prestó el terreno para el pocito?
-Se fue al otro lado. No hemos vuelto a saber de él.