Usted está aquí: martes 14 de marzo de 2006 Opinión Damien Hirst

Teresa del Conde/ II y última

Damien Hirst

Con la exposición La muerte de Dios, de Damien Hirst, se reabrió lo que antes fue la Galería ACE. El recinto restaurado probó ser muy adecuado para la muestra, cuya armazón se centra en la temática religiosa, reciclada bajo parámetros que tienen que ver con un cuestionamiento, pero las piezas no son ofensivas desde el punto de vista religioso, aunque tampoco son inéditas si tomamos en cuenta a personalidades como Teresa Margolles, la tapatía Martha Pacheco o el estadunidense Edward Kienholtz, a quien menciono porque debido a error tipográfico la fecha de su deceso quedó invertida. Murió en 1994 a los 65 años.

No incluyo aquí la moda de los fragmentos de cuerpos o cuerpos humanos plastificados porque no tienen que ver con lo que trata Hirst, cuya producción aquí se centra en un principio: lo que ha muerto es la idea que tenemos acerca del Dios barbado (mencionado en una de las obras), como aparece en la Capilla Sixtina, creando al hombre a su imagen y semejanza.

Según su pensamiento, la muerte de Dios se entiende como abuso de poder y eso tiene que ver con la muerte de Cristo, que según las escrituras (y bien que las conoce) es el Hijo único de Dios, así que la muestra puede leerse como la muerte del Hijo de Dios, según la tradición católica.

Si vamos más allá, es posible deducir que los corderos ''devotos" están sustituyendo a Isaac, también hijo único de Abraham, quien estuvo a punto de degollarlo por orden divina, aunque -una vez acatada la orden- Isaac fue sustituido por un cordero, animal sacrificial por excelencia.

Estas cuestiones, vivas en la tradición cristiana, quedan refrescadas en la muestra de Hirst mediante las crucifixiones (una de éstas apareció reproducida en la primera parte de este texto). La crucifixión es ''la muerte de Dios", y la de millones de otros seres humanos, hombres y mujeres, a partir del Génesis. Por eso tuvo que valerse de Adán y Eva que aparecen convertidos en momias vestidas de novios bajo una mesita redonda en la que hay tequila Cuervo, ginebra, corchos, cigarrillos Marlboro, tabletas, ceniceros llenos de colillas, botellas vacías de vino, cerveza, etcétera.

Nada nuevo, esto tuvo su época de moda en los años 70. Cuando me encontraba examinando las botellas de vino para cotejar sus posibles marcas, un visitante se me acercó y me dijo que estaba a punto de abandonar el recinto porque sentía angustia severa. ''Y usted parece muy complacida mirando". Le respondí que tomara su distancia... ¿A qué se dedica usted?, le pregunté. Respondió que era desempleado por ahora y que acostumbraba visitar dos o tres exposiciones a la semana. Empezó a hablarme de la de Goya en el Museo Nacional de Arte. ¿Ver los desastres de la guerra no le provocó la misma sensación de angustia? No, porque de algún modo, conocía los temas goyescos.

La traslación de ideas que tienen eje común, no ya a representaciones gráficas como las de Goya y tantos otros (por supuesto válidas en todos los tiempos) en esta exposición se efectúa mediante seres que tuvieron vida y que por lo menos en la forma en que se encuentran mostrados, traen consigo la noción sacrificial y eso quizá constituye uno de los ingredientes que ''mueven" el ánimo, sea para abandonar el recinto como le sucedió al visitante (a final de cuentas se quedó) que a mí, movida a escribir sobre la muestra a partir de que me convertí en testigo de la misma. Sucede así porque dígase lo que se quiera, aunque las propuestas no sean inéditas, encarnan una forma de realismo acorde con los tiempos.

El escéptico Hirst cree, pese a todo, en la Religión del Arte, que parece constituirse en la única forma posible de religare (eso quiere decir religión) hoy día, ya se trate de estas instalaciones, o de pinturas, puestas en escena, música, poesía, narración, etcétera. Porque no todo se vale: de adefesios estamos hartos, de reiteraciones ad infinitum idem, de la pretensión de proponer algo como ''original" o ''nuevo" a toda costa, peor aún.

Veinte técnicos calificadísimos, coordinados por Hirst, hicieron posible un montaje que se acerca a la perfección. Limpieza, orden lógico, juego visual con los espacios que ocupan los objetos inmersos, se pusieron al servicio de una idea de tradición milenaria.

El libro-catálogo, publicado y diseñado en Londres para esta exhibición, contiene como texto único una larga entrevista entre Hilario Galguera y Damien Hirst, jocosa, ambigüa, con toques irreverentes y complementada con ''las crónicas del cáncer" dedicada a martirologios de los apóstoles: los dos Santiagos, mayor y menor; Bartolomé, Judas Tadeo, etcétera. Sirven de rubros para ¿poemas? en versos libres escritos por Hirst; cada uno va acompañado de ilustraciones sobre tejidos cancerígenos: cáncer de piel, de esófago, etcétera. Así termina el libro, que abre con una reproducción del retrato de Hirst, el día de su primera comunión.

 
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