Usted está aquí: domingo 19 de marzo de 2006 Opinión ¡Salud, Sergei!

Bárbara Jacobs

¡Salud, Sergei!

La mejor cualidad del adulto es la que le queda del niño, y la vida en la que la infancia de veras florece plenamente es la del artista. Entre los escritores que conozco, el más infantil es Sergio Pitol. El poeta en él ha crecido al mismo tiempo que el niño. Sergio juega, se divierte, ríe, sueña. Si es difícil precisar con exactitud cuándo lo conociste porque te parece que ha estado ahí siempre, se debe a que, desde que te encontraste con él por primera vez, Sergio ha sido como sigue siendo 30, 40 años más tarde.

Sergio es un lector enamorado de la literatura, un escritor amante de los escritorios, de las bibliotecas, de los libreros, de los lápices, las libretas, el papel, la tinta. A Sergio le fascina el arte con la naturalidad del niño que supone que, si un pintor lo que hace es pintar, a un espectador no tiene por qué sorprenderlo, sino sólo encantarlo, sensualmente. Sergio Pitol recuerda detalles, tramas, nombres, secretos literarios; tiene olfato para descubrir con acierto tanto a autores como a hombres de Estado, evidentemente antes de que unos y otros hagan su respectiva marca en el mundo. Conoce de lenguas y de lenguajes, de términos, de giros, de mañas. Pero todo esto se sabe, igual que se sabe que le gusta el cine y viajar; igual que se sabe que extraña irremediablemente a su perro ruso y soviético Sasho, pues lo disfrutó como lo disfrutó, ¿o era Sacho? ¿Cuál era la gracia del nombre o su pronunciación que te hacía reír, Sergio, cuando otros se referían a él?

La visión que tiene Sergio de la sociedad es la de Charlot, crítica pero compasiva; burlona y hasta satírica, pero conmiserativa. Cuando recibió el Premio Nacional de Lingüística y Literatura agradeció a quien lo entrega, que es el presidente de la República, con la mirada profundamente herida, decepcionada, triste, con la que el padre contesta el saludo del hijo descarriado, delincuente irredimible.

No tan cínico como Oscar Wilde, pero igualmente inteligente, Sergio Pitol conversa con sus amigos socialistas, pero cena con sus amigos burgueses. No recuerdo cuándo, en los 70, Sergio fue a Marienbad para deshacerse del hábito de fumar, y, mientras te hacía, orgulloso, la crónica del éxito de su tratamiento, fumaba.

Te recibe en su casa y en su afecto con los brazos abiertos. A lo largo de los años lo he visto como un maestro demasiado amigable como para imponer su autoridad ante el alumno. Enseña involuntariamente; sin proponérselo; a pesar de sí mismo. Hace sentir que el alumno es su igual; que sabe tanto como él o incluso más; que no espera de él otra cosa que intercambiar puntos de vista o entretenerse y pasar juntos un buen rato. Sergio Pitol de veras comparte lo que sabe; contagia su entusiasmo y es feliz cuando un amigo o un alumno disfrutan de lo que él les ofrece.

Sergio es una fotografía suya, la cubierta de alguna edición de alguno de sus libros estrella, con bastón y bombín en un saludo alegre a la Fred Astaire.

El gusto que le dio la emoción que Monterroso y yo experimentamos, no recuerdo cuándo en los 80, al ver Las tres hermanas, de Chejov, en el teatro de San Francisco al que Sergio nos invitó, es característica: su sonrisa, su complacencia al confirmar que nos había dado algo no sólo memorable sino atesorable. Luego fuimos a cenar y comentar. Luego, tarde y cansados, nosotros nos retiramos a nuestra habitación de hotel y Sergio, del mismo modo que lo vimos hacer en Roma, en San Petersburgo, todavía se fue a tomar un expresso doble, ¡para poder dormir!

Cuando a finales de los 90 murió mi padre, Sergio me llamó por teléfono desde Jalapa para darme el pésame. Además de la expresión afectuosa con la que se solidarizó con mi pena, en una frase sintetizó el único deseo que el hombre puede aspirar a inspirar en otros de su paso por esta vida, "no lo olvides", me conminó, consejo al que no me cuesta ningún trabajo recurrir a todas horas, diariamente, desde entonces.

 
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