El Estado social como proyecto
A lo largo del siglo XX, el tema de los orígenes, la naturaleza y las funciones del Estado social ocupó un lugar central en la conformación de un imaginario que transformó gradualmente los dilemas de la distribución de la riqueza y la creación de un régimen de oportunidades iguales para la ciudadanía en una responsabilidad efectivamente pública. El momento de su nacimiento es incierto y sigue siendo objeto de extensos debates. La mayoría de los historiadores coinciden en situarlo hacia la segunda década del siglo XX, en ese paradigmático (y fallido) experimento político que significó la República de Weimar, inmediatamente después del colapso de las revueltas sociales, como la República de los Consejos en Alemania y el levantamiento de Turín, que se diseminaron en Europa occidental entre 1919 y 1922. Desde sus orígenes, el Estado social emerge como una demarcación y una refutación de los principios que el liberalismo había vislumbrado como los ejes de la legitimidad política en la Europa del siglo XIX. Demarcación, porque su filosofía política se fundó en la ampliación -no en la negación- de las libertades garantizadas por el régimen liberal-democrático. Refutación, porque modificó radicalmente el estatuto de la condición del individuo en las sociedades de la época. Para la tradición liberal, el individuo era el único responsable de sus éxitos y sus fracasos sociales. Para el socialismo occidental, artífice central del Estado social, esta responsabilidad recaía también en la sociedad misma. Era la sociedad la que debía garantizar cierta igualdad de condiciones a individuos que nacían bajo condiciones sociales y económicas desiguales.
Es obvio que el Estado social surgió como una alternativa doble: por un lado, se distanciaba tajantemente del Estado total que ya había emergido en la Unión Soviética; por el otro, se apartaba de la filosofía de Bismarck (y en general del cesarismo liberal) sobre el Estado mínimo, que finalmente había desembocado en la catástrofe de la Primera Guerra Mundial. Y es evidente también que pretendía hacer frente a las secuelas sociales e institucionales del capitalismo salvaje que acabaron creando las condiciones de la debacle de 1929. Y sin embargo, no es del todo claro cuál fue -y sigue siendo- el espacio de acotamiento en el cual es capaz de intervenir para, sin suprimir el mercado, actuar como una fuerza que garantice, simultáneamente, la distribución del ingreso y la eficacia económica preservando los principios del régimen democrático.
Desde la Constitución de Weimar, el Estado social convierte en responsabilidad pública -insisto: responsabilidad, no simplemente derecho- la impartición de educación, el acceso a las instituciones de salud, el cuidado de la maternidad, la niñez y la vejez y, sobre todo, y esto es realmente lo nuevo, la atención al desempleo. Es decir: el salario de desempleo y las pensiones sociales. Al instituir el principio de que el Estado debía velar por la marcha del mercado, impidiendo que la pérdida de salarios (producida sobre todo por el desempleo) afectara la demanda general -y con ello la oferta y la producción-, se consolidaba el fundamento que haría de las naciones europeas no sólo sociedades más igualitarias, sino más eficientes y menos vulnerables a los vaivenes de las crisis. Pero antes de poner en práctica esta filosofía, la crisis de 1929 y el fascismo arrasaron con el experimento de Weimar.
En rigor el Estado social se consolida en las economías centrales después de la Segunda Guerra Mundial. Y ninguna de ellas es concebible sin su desarrollo y su despliegue.
En la Constitución de 1917, aprobada en la ciudad de Querétaro, no hay, a mi entender, más que vagos y lejanos atisbos de lo que fue la filosofía del Estado social. Pero más allá del orden jurídico que instituyó, en México jamás existió en el siglo XX ninguna de las prácticas fundamentales que distinguen a esa forma política. En los años 30, la idea del Estado social fue sustituida por las prácticas del estatismo, que en 1946 cifró al Partido Revolucionario Instirtucional. Dos realidades diametralmente opuestas. El estatismo parte de la idea de que la riqueza debe estar concentrada en el Estado para que después, por algún arte de magia, baje hasta la ciudadanía; la filosofía del Estado social parte de que la riqueza debe estar, desde un principio, distribuida entre la ciudadanía. Lo que los ideólogos priístas llamaron "Estado de justicia social" no fue más que una maquinaria de enriquecimiento de la clase media y de terrible polarización social.
Las pensiones a la tercera edad que otorgó el Gobierno del Distrito Federal desde el año 2000 pueden ser leídas como formas embrionarias de un keynesianismo social. Se les critica porque se les adjetiva como un "regalo" o porque "provienen de nuestros impuestos". Son galimatías argumentales. También provienen de nuestros impuestos las carreteras que nunca se construyen, los fallidos rescates bancarios, las escuelas que nunca se reparan, etcétera. La idea es precisamente que las pensiones provengan de nuestros impuestos y no que los impuestos se destinen al gasto improductivo de sostener una clase político-empresarial que falló en modernizar al país.
El problema, para un gobierno que quiere llamarse de izquierda, es transformar sus guiños sociales en una política de construcción del Estado social que deje atrás el régimen seudoliberal que propiciaron las reformas del salinismo. Problema más complejo aún si se piensa que, a diferencia de los años 20, hoy vivimos en un mundo globalizado.