La izquierda y el mito
Uno de los mitos más socorridos, pero poco geniales de la transición a la democracia, es el de que la izquierda tuvo poco que ver con ella, debido a su irredimible vocación revolucionaria. Su fe en la revolución, su desprecio por las instituciones del Estado (la desaparición del Estado a la Lenin o a la Marx), estarían debajo de su alejamiento del hito fundamental de nuestra historia contemporánea.
La especie se dice y repite como jaculatoria, y muchos han llegado a "descubrir", lustros después del movimiento, que entonces nadie hablaba de democracia, porque se soñaba con el cambio súbito mientras se vivía un carnaval de liberación individual.
Sin duda, esta mitología recoge en parte la propia mitología de la izquierda, pero no hace honor a su historia documentada y por documentar. Desde el principio de su historia moderna, nutrida en la herencia y la memoria del cardenismo, la izquierda nacional-popular -pero también la comunista- hizo de la lucha por el cumplimiento de la Constitución su programa principal, independientemente de que en sus fantasías y esperanzas este reclamo fundamental fuera visto como "programa mínimo".
A todo lo largo de los años 60, y después del 68, la izquierda postuló la importancia crucial que en el país tenía la vigencia de la Constitución. Con las desgarraduras del homicida trauma del 10 de junio de 1971, algunos grupos quisieron establecer una línea tajante entre los constitucionalistas de entonces, como Heberto Castillo o Rafael Galván, y los revolucionarios, que repetían como mantra que no querían apertura sino revolución. Estos no tuvieron éxito, y pronto los principales contingentes de la izquierda, hasta por los senderos menos previsibles entonces, como la alianza con los grupos de ex priístas encabezados por Cuauhtémoc Cárdenas, formaron filas en torno del decisivo reclamo democrático nacional que desembocó en el PRD, el posterior triunfo de Cárdenas en la capital de la República y, ahora, en la transformación de la izquierda en una opción real de poder, por el camino democrático y legal, con López Obrador a la cabeza.
Por desgracia, la izquierda suele ayudar demasiado a alimentar el mito, que ahora es aviesamente instrumentado para fomentar el miedo cívico y evitar su victoria en las urnas. Su falta militante de memoria la lleva a mistificar su propia experiencia, y su poca dedicación la ha llevado a olvidar el necesario ajuste de cuentas con su pasado, dejándola huérfana de horizontes estratégicos. Pero su raigambre democrática debería estar fuera duda. Y no lo está, en parte por su culpa.
Antes de que la democracia se volviera lingua franca y la transición modo de vida para algunos, la izquierda dio lecciones importantes de seriedad, sobriedad y firmeza, atributos fuertes de un talante republicano y democrático que hoy, en medio del relajo impuesto por el gobierno del cambio, son vistos como anacrónicos.
Uno de esos momentos fue el del 13 de septiembre de 1968, cuando la izquierda que dirigía el movimiento se sobrepuso a la provocación del 27 de agosto, puso un hasta aquí a la represión criminal del Estado y mostró a la sociedad que desde el entusiasmo juvenil y el fervor de la movilización se podía poner coto al relajo y someter al orden constitucional a un Estado que había puesto al país al borde de la violencia generalizada. Esa fue, entre otras cosas, la imperecedera herencia de la Manifestación del Silencio.
Más adelante, Rafael Galván y los suyos respondieron a la arrogancia gubernamental y la prepotencia corporativa con la Declaración de Guadalajara y las ejemplares movilizaciones obreras y populares que le siguieron. Ya en la derrota, fruto de la agresión del Estado y sus aliados hacia el movimiento obrero, Galván haría historia patria con sus desplegados y ensayos sobre el sindicalismo, su crítica sin concesiones a un Estado que renunciaba a su legado revolucionario y que dañaba seriamente la infraestructura energética nacional. Sobriedad, seriedad y firmeza se daban cita de nuevo en el envidiable espíritu festivo y socarrón de nuestro inolvidable amigo y dirigente.
Tanta efeméride viene a cuento porque una nueva ola de relajo azota el panorama político de México, otra vez propiciada por un Estado volcado a la irresponsabilidad de que se nutren sin descanso los poderes fácticos y, por desgracia, también partidos políticos, que so pretexto de defender la democracia del asedio bárbaro plantean a la ciudadanía opciones descompuestas de política de excepción y emergencia, como si estuviéramos al punto de la guerra civil. Estas opciones sólo pueden llevar al regreso del autoritarismo más feroz vestido con la piel de oveja de la democracia pura, sin más objetivo que la reproducción del poder concentrado que la alternancia volvió transparente pero oprobioso.
La izquierda tiene que salir por sus fueros y demostrar que es una fuerza responsable, capaz de combinar seriedad con sobriedad y firmeza. No lo hará si se despeña en el torneo de ocurrencias y sacrificio cotidiano del lenguaje y del respeto a los otros, en que sus adversarios, que la han declarado enemiga, se empeñan y quieren envolver al país en su conjunto. No lo hará si confunde el desplante placero con el enfrentamiento preciso, conciso pero siempre consciente de sus implicaciones, con sus oponentes y el poder.
No se necesita ser o tener buena conciencia, como ha dicho el dirigente perredista Martí Batres, para proponer que el "¡Cállese!" de López Obrador poco tiene que ver con esa tradición que él debe cultivar y recuperar. De poco sirve trazar la genealogía de la bravata.
Todos sabemos, aunque algunos pretendan olvidarlo, que el descuartizamiento del lenguaje político empezó en El Cubilete, continuó el primero de diciembre de 2000 en la Cámara de Diputados y no ha parado de alimentarse de las encuestas de Los Pinos. Pero frente a todo este despropósito organizado para conservar el poder y volverlo oligárquico, la izquierda debería nutrirse de la única frase capaz de dar lugar a un mito genial. A la provocación cotidiana, que ahora es bochorno internacional renovado, debería responder: "¿Y yo por qué?"